Javier Padilla y Pedro Gullón: "El virus sí entendía de clases, como casi todas las enfermedades"
Entrevista con los autores de ‘Epidemiocracia. Nadie está a salvo si no estamos todos a salvo’.
“Por Skype y recortando horas de sueño”. Así se escribe un libro a cuatro manos, en medio de una pandemia y en tiempo récord. Las manos corresponden al médico de familia Javier Padilla y al epidemiólogo Pedro Gullón; la obra es Epidemiocracia. Nadie está a salvo si no estamos todos a salvo, que edita Capitán Swing y llega esta semana a las librerías.
Padilla ya cogió impulso al publicar hace sólo unos meses ¿A quién vamos a dejar morir?, un título que ahora suena premonitorio. Pero eso fue antes de la llegada del coronavirus, que en Epidemiocracia les sirve de base para reflexionar “sobre epidemias pasadas, presentes y futuras”. “Esto no es un libro sobre coronavirus”, aclara Padilla. “Si dentro de cinco años hay una nueva pandemia, creo que lo que escribiríamos sería muy parecido”.
Y, sin embargo, no es lo que les gustaría escribir. “En España tenemos unas dinámicas basadas en el productivismo, con la centralidad de lo inmobiliario y lo turístico, y la respuesta a esta crisis ha estado muy basada en esto. Ojalá fuera diferente”, apunta Padilla. Es lo que los expertos denominan “sustrato”, el modelo económico, social y político que condiciona o propicia la aparición de epidemias, y su respuesta a ellas.
A su juicio, en España y en el mundo falla ese sustrato. La desaparición de ecosistemas y el turismo global constituyen el caldo de cultivo perfecto para que prenda la chispa de la pandemia. Por eso, los autores proponen un Public Health New Deal, “una gran reforma de la salud pública basada en nuevos derechos, de modo que, para la siguiente epidemia, nos encontremos con una situación diferente o incluso podamos frenar su aparición”, explica Gullón.
Se asume, entonces, que habrá una siguiente epidemia.
Gullón: Creo que esto no nos pilla por sorpresa. Que una pandemia haya sido tan fuerte quizá ha sorprendido a la gente, pero era la comidilla de la salud pública desde que empezó el siglo XX. Ya habíamos tenido ciertos avisos: la gripe A, el ébola, el SARS, el MERS… La frecuencia con la que están apareciendo las pandemias está aumentando en los últimos años por el tejido social en el que vivimos, por cómo estamos conectados globalmente y por la destrucción de ecosistemas, de tal forma que si no cambiamos esas circunstancias, es esperable que en los próximos años tengamos situaciones parecidas. Ya se está hablando de nuevas gripes en cerdos que puedan pasar a los humanos. Seguramente que alguna de esas sí tenga potencial pandémico.
La FAO advierte desde hace años de que la interacción cada vez mayor entre humanos y animales propicia el paso de virus entre especies. ¿Por qué no se pone el foco ahí y se empieza a actuar?
Padilla: Porque la vinculación entre conocimiento y política es compleja y nada lineal. Existe un marco de desarrollo económico que seguramente es el que genera el mayor determinismo en las políticas. En el ámbito de la salud pública es llamativo que las enfermedades en la mayor parte del mundo han dejado de tener un patrón infeccioso para ser enfermedades principalmente crónicas. Sin embargo, la intensificación del extractivismo económico desde los años 80 ha hecho que cada vez sea mayor el número de brotes y de epidemias a lo largo del mundo.
¿Por qué no se hace nada? No es que no se haga; es que se intenta hacer dentro del marco existente, es decir, se está intentando contener las epidemias dentro del mismo marco que genera las epidemias. Es como dar jeringuillas nuevas al drogodependiente: minimizas daños, pero eso no cambia el ciclo.
En el libro hacéis referencia muchas veces a la epidemia de VIH, pero para muchas personas estas ‘comparaciones’ a veces chirrían. ¿Qué tienen en común estas epidemias y qué podemos aprender del pasado?
P. Chirría la comparación en lo clínico, porque las diferencias son claras. La comparación también chirría cuando se hace desde la banalización del sufrimiento, cuando se dicen cosas como ‘para el VIH no tenemos vacuna y la gente hace vida normal y no pasa nada’, cuando la realidad es que durante un tiempo a mucha gente se le iban muriendo amigos cada semana y esto supuso un punto de inflexión en las relaciones.
Creo que lo que tienen en común son los aprendizajes, tanto desde el punto de vista social como desde el punto de vista político, y de cómo reconocemos la vulnerabilidad. Por lo general, todas las epidemias tienen colectivos señalados, y esos colectivos se mueven en la intersección de otros factores, como la renta o el género.
También pueden servir como comparación los temas relacionados con la propiedad intelectual de los tratamientos y vacunas. Cuando el sida era una emergencia de salud pública en India, Brasil y Sudáfrica, por ejemplo, ya había tratamientos para ‘convertir’ el virus en una enfermedad crónica, pero esos países no podían pagarlos. Entonces Brasil amenazó con producir genéricos, y esa amenaza hizo que las industrias farmacéuticas bajaran su precio a una décima parte.
Finalmente, y por mucho que se haya cacareado lo contrario, ¿el virus sí entendía de clases sociales?
G. El virus sí entendía de clases, como lo entienden casi todas las enfermedades. Parece que sorprende bastante, pero si existen desigualdades sociales por género, por clase, por raza y por múltiples ejes de poder, ¿por qué no van a existir en la salud? ¿Quién puede teletrabajar? ¿Qué tipos de trabajo son esenciales? ¿Quién cuida a las personas que están enfermas? Parece que estas cosas que son tan evidentes no lo eran tanto al principio de la epidemia. Se intentó desarrollar un discurso apelando a la interdependencia entre todos, pero al final ese mensaje estaba ocultando la realidad. Sí, el virus nos afecta a todos, pero tú no tienes la misma probabilidad de cogerlo si vives en una casa de 300 metros cuadrados que una persona que sale a trabajar todos los días y convive con su familia en una de 30.
Ahora, durante las fases de desescalada y esta nueva normalidad, está siendo muy evidente dónde se producen los brotes. Lejos de producirse en fiestas o ese tipo de lugares que reciben mucha atención mediática, al final tienen mucho más que ver con condiciones de trabajo muy precarias. El gran brote de Lleida tiene que ver con trabajadores temporeros, que ya estaban en unas condiciones pésimas antes de la pandemia y que ahora se están haciendo patentes.
P. Está siendo tremendamente evidente. En una situación en la cual la transmisión comunitaria parece un poco más controlada, lo que no está controlado es lo que nunca ha estado controlado: las condiciones de precariedad y explotación de una parte importante de los trabajadores y las trabajadoras.
En cambio, el ministro de Agricultura, Luis Planas, se empeña en desvincular esos brotes de las condiciones laborales de los temporeros.
P. Quiero pensar que hay más verdad en las inspecciones de trabajo mandadas por la ministra de Trabajo para ver si existe esclavitud en las plantaciones agrícolas que en una defensa más o menos mediática del ministro del ramo.
Esta semana ha salido a la luz un documento según el cual las muertes por coronavirus en residencias oscilan entre 27.000 y 32.000. ¿Os parece aceptable que sigamos sin tener datos fiables a este respecto, y que las cifras que se conocen sean tan elevadas?
G. Durante toda la epidemia, hemos pensado en las personas mayores prácticamente como sujetos de no derecho. Las personas que han estado encerradas en residencias son las de mayor vulnerabilidad, y hemos puesto sobre ellas prácticamente toda la carga de la epidemia, no sólo en el sentido más ‘natural’, al ser las más vulnerables, sino también en un sentido político. Si no les tenemos en cuenta como sujetos de derecho, no me sorprende que no tengamos construido un sistema de recopilación de información que sea viable para contar cuál ha sido el efecto de la enfermedad en estos centros.
P. Podríamos decir que no es aceptable esta ceguera informativa sobre lo que ha ocurrido en las residencias, pero no es aceptable no tanto porque no se publiquen los datos existentes, sino porque previamente no teníamos un sistema que nos diera la capacidad de tener unos datos fiables. Es una irresponsabilidad publicar datos que sabes que son una basura. Cuando hablamos de transparencia en la información epidemiológica, no deberíamos pensar en una transparencia en tiempo real, sino en la publicación de unos datos sólidos para que la población evalúe si las medidas que se han llevado a cabo han sido las correctas.
Creo que es preferible que los datos sean más depurados y de mayor calidad aunque vengan con una semana o un mes de retraso. No hay que confundir ‘Gobierno abierto’ con publicar todo lo que te dan, aunque sea una basura. Entre otras cosas, los sistemas de información en España están como están porque en 2011 se aprobó una Ley General de Salud Pública que se metió en un cajón y que ahora resulta que todos querían haber aplicado para tener unos datos que a día de hoy no tenemos.
G. A veces, cuando la gente critica la falta de transparencia, creo que ignora cómo se generan esos datos. Generar cada dato epidemiológico tiene un coste enorme en recursos humanos. Si para tener un dato de calidad tenemos que esperar unas semanas, no pasa nada.
¿Qué ha fallado en este modelo de residencias? ¿Tiene algo que ver con la parasitación de lo público por parte de lo privado, de la que habláis en el libro?
P. A quien se le plantee que más del 80% de los centros residenciales de personas mayores y dependientes tienen su gestión privatizada, se llevaría las manos a la cabeza, pero esa es la realidad. Los datos nos dicen que cuando un centro está gestionado por manos privadas, disminuye la ratio de profesionales y esto hace más probable el contagio cruzado entre personas, porque un trabajador se tiene que ocupar de más personas.
Además, cuando uno mira quién está detrás de estas privatizaciones se encuentra con nombres de conglomerados de empresas muy vinculadas al negocio inmobiliario. ¿Qué hace Florentino Pérez vinculándose a centros sanitarios y residencias? Lo hace porque sabe que a largo plazo puede encontrar en el negocio de las residencias una estabilidad que no encuentra en los pelotazos urbanísticos.
En esta situación aprendemos dos valores fundamentales. Uno es la importancia de lo público, como algo que está ahí cuando todo lo demás falla, pero también como algo que podemos controlar. Es más fácil saber qué hay detrás de una gestión pública. El otro factor fundamental es el de la universalidad, que también podría aplicarse a un futuro sistema nacional de cuidados. El subtítulo del libro, Nadie está a salvo si no estamos todos a salvo, habla precisamente de eso, de la universalidad.
Sois bastante críticos con la falta de universalidad de la sanidad en España, pero la mayoría de la gente está convencida de que nuestro sistema sí es universal. ¿Quién queda fuera y por qué se produce esto?
P. Con el decreto 16/2012 se excluyó a ciertos colectivos, principalmente a migrantes indocumentados, y en el año 2018 en teoría se intentó cambiar esto con otro decreto. Lo que ocurre es que no se hizo bien, y sigue habiendo personas que quedan excluidas, como los migrantes que llevan menos de 90 días en nuestro país y las personas que vienen con procesos de reagrupación familiar. Me parece increíble que dentro de toda esta retahíla de reales decretos durante el estado de alarma, no haya habido uno para recuperar de verdad la universalidad de nuestro sistema sanitario. Se escudan en que ya había legislación para que durante la pandemia no se negara la asistencia sanitaria a nadie, pero esto no va solamente de la pandemia. A día de hoy, nuestro sistema sanitario es menos universal de lo que tendría que ser y, desde luego, no es tan universal como antes del real decreto 16/2012.
Comentáis que probablemente la mayor medida sanitaria de este Gobierno sea la aprobación del Ingreso Mínimo Vital. ¿Cómo se explica eso?
G. Es mentira eso de que las grandes medidas que tienen que ver con la salud son las que se hacen en el propio sistema sanitario. Nuestra salud depende de muchos factores que no tienen que ver con el sistema sanitario. Entendiendo que todas las políticas tienen un efecto en la salud, una medida que ofrece recursos económicos a personas que los necesitan puede hacer mucho por su salud. Si tienes más recursos, puedes comprar mejor comida, y la alimentación es un factor muy importante para estar sano; si tienes más dinero, más posibilidades tendrás de no ser desahuciado, y eso también tiene muchísimo que ver con la salud.
¿Creéis que vamos a salir mejores de esta crisis?
P. No. Creo que era un poco ilusorio pensar que íbamos a salir mejores de una situación que mata y empobrece a la gente. Las utopías en las cuales nos mejoramos no tienen que pensarse a raíz de grandes tragedias, sino en base a otro tipo de realidades. Lo más realista es pensar en hacer una disminución de los daños, aunque es cierto que después también se abren ventanas de cambio político que pueden aprovecharse. Por ejemplo, el Ingreso Mínimo Vital ha aprovechado una ventana que no estaba abierta previamente. Retomando el título de un artículo de Jorge Moruno: ahora es la hora de lo impensable. Pero está claro que en situación de crisis es muy difícil mejorar nada. Básicamente, no vamos a ser mejores, porque la situación que hemos vivido es de muerte y empobrecimiento.
¿Y esa ventana podría ser la oportunidad para cambiar el modelo de turismo español, del que tanto depende la economía?
G. Desde luego, es una oportunidad para repensarlo. El modelo turístico global es el que en gran parte nos ha llevado a esta situación, y ya veremos qué impacto tiene el hecho de que se haya priorizado la llegada de turistas para la apertura económica y social del país. Vamos a ver si somos capaces de controlar los brotes que surjan de personas que vengan infectadas o si esto va a suponer un riesgo para las personas que viven en España.
Además, esto engancha con uno de los elementos centrales del libro: hablamos de esta situación como una Matrioshka en la cual la crisis que está por encima de todo es la ecológica, y creo que el modelo de turismo es totalmente insostenible con la emergencia climática que estamos viviendo. Tenemos que cambiar este modelo turístico o lo va a hacer sin que nos demos cuenta, porque no va a quedar otra. A lo mejor los viajes tienen que dejar de ser un elemento central en el ocio.