Entre todas las mujeres
Han tenido que disputarse 170 ediciones para que una mujer salve victoriosa los imposibles obstáculos del Grand National.
Por fin tumbaron, en el tramposo ring del catch, al luchador invencible que se presentaba, oculto tras una máscara, con el nombre de Espectro. El público, harto de aquel fanfarrón, berreaba ”¡arráncasela!” y ”¡mátalo!” ”¡Mátalo!”
De haberle quitado la máscara, habría sido el público el ejecutor: nunca supieron que Espectro era una mujer.
Algunos años antes, una sufragista inglesa se inmoló arrojándose a los pies de los caballos en el frenesí de la recta de Epson, épica carrera en la que no recuerdo que haya vencido una yegua.
Sí sé que una mujer jamás. Y han tenido que disputarse 170 ediciones para que una yoqueta salve victoriosa los imposibles obstáculos del Grand National.
La victoria de Rachael Blackmore fue incontestable; cierto es que no todos los días corre un caballo como Minella Times. Pero no lo es menos que la monta de Blackmore fue una lección de tacto, sabiduría y coraje.
Habrá quien piense que el turf no es machista, que las yocketas han galopado con naturalidad desde siempre junto a sus compañeros, compartiendo pasión y escasez de centímetros. Y se equivoca.
En mis buenos tiempos de comentarista radiofónico —me pagaban el desplazamiento y un café— pude entrevistar a algunas de las mejores jinetes del momento. Yo no recogía más que sus impresiones de la carrera recién terminada. Si alguna vez pretendí que me hablaran de su situación como mujeres, el silencio imponía su freno. En Aqueduct, con el micrófono cerrado, la campeona Julie Krone me confesó que cuando ella corría en la recta solo había dos contrincantes: ella contra todos los hombres.
En cierta ocasión, tuve que entregar un premio a la directora de orquesta Inma Shara. En mi breve parlamento, recordé que hasta 1932 se creía que las mujeres no podían meter un sobre por una ranura.
—Se equivoca usted —me interpeló amablemente un desconocido en el momento de los canapés— mi hermana fue cartera con Alcalá Zamora.
Los aficionados siempre han apreciado la belleza asexuada y altiva de las damas sobre su caballo de doma o de salto. Pero que, en los años 70, una mujer se manchase de barro, esgrimiera la fusta y enseñase el culo, desconcertaba a los biempensantes.
Inicialmente, en España, las féminas participaban como “amazonas” (aficionadas). Trotando el tiempo, acabarían profesionalizándose. El manifiesto desdén de los apostantes que asistieron, perplejos, a su bautismo de verde, propició que, si las carreras de aficionados se consideraban “de guardias”, las de amazonas fueran “de monjas”.
Pie a tierra, Conchita Mínguez tuvo que recurrir a los tribunales para que le permitieran medirse con los jockeys. Y no se me escapa que, en aquella grisura oficial, una amazona montaba con el apellido de su marido, ese peso muerto.
Hoy las mujeres compiten en lógica igualdad, como nos viene demostrando cada domingo la tenaz y querida Nieves García, pese a que su ángel de la guarda está en el ERTE. Sus caídas, alguna, especialmente dramática, son tan habituales que, cuando, después de las carreras, llego al restaurante y alguien me pregunta cómo ha ido la mañana, suele responder con alivio: “Bien. Hoy no se ha caído Nieves”.
Botín Polanco, un jinete mítico, tan sobrado de clase como de apellidos, maldijo a los jockeys que jamás se caían. Aquellos rígidos en la silla, encadenados a los estribos, que contagian su miedo al bruto que palpita entre sus piernas.
No caerse en el Grand National, esa yincana de siete kilómetros, es una quimera. Ganarlo es imposible. Solo quienes ignoran esto último lo consiguen.
La victoria de Rachael no ha sido un fogonazo repentino y aislado. Ya he dicho que la mujer ha conseguido entrar en el turf por derecho y sobre grandes caballos. Pero su victoria rasga por completo el último velo que protegía el altar de los dioses patizambos.
Katie Walsh, me recuerda la prensa, estuvo a punto de lograrlo hace dos años. Su retirada le ha impedido una victoria que merecía. Aunque, nos advierte William Munny mientras apunta al agonizante Little Bill, que lo que uno merece no tiene nada que ver con lo que sucede.
Y, aunque yo no lo merezca, anhelo el día en que una mujer gane en La Zarzuela el premio que lleva mi nombre y cuyos trofeos he de entregar. A su belleza añadirá la furia que brilla en los ojos de quien, hasta asomarse al espejo de meta, siente la percusión de los cascos, el aliento de los contrarios en la nuca y el aire fresco en la frente.
Cuando la irlandesa regresaba al pesaje bajo un palio de aplausos, le importunó un colega:
—¿Al cruzar la meta se ha sentido hombre o mujer?
—Ni siquiera me he sentido humana —respondió eufórica.
Y, aunque amordazado por el hándicap del covid, Liverpool fue una fiesta. Lástima que ya no estén aquellos cuatro chavales sin peluquero para componerle un himno.