'Ensayo', levántate, anda, ama
Ya pasó con La clausura del amor y vuelve a pasar con Ensayo, las dos obras de Pascal Rambert recientemente estrenada en el Teatro Pavón Kamikaze. Cuando se acaba de ver la obra hay una necesidad, más física que mental, de leer el texto. Por eso a la salida muchos de los espectadores que asistieron al estreno (un estreno lleno de famosos, ¡estaba hasta Almodóvar!) se acercaban a la vitrina de la entrada a pedir su dosis de libro, el que acaba de publicar la editorial La uÑa RoTa, una vitrina que confirma que la tendencia de leer obras de teatro se está afianzando.
¿Qué por qué leer una obra que se acaba de ver? ¿Qué le falta al montaje para que se quiera leer un texto? Al montaje no le falta nada. Cuasi minimalista en su escenografía, una sala de ensayos iluminada con fluorescentes, es excesivo en todo lo demás. Excesivo en el discurso (alguien dijo a la salida ¡lo que le gusta hablar a los franceses!), excesivo en las cuatro interpretaciones. Fernanda Orazi, María Morales e Israel Elejalde están de diez y Jesús Noguero, como ya mostrara en Los desiertos crecen de noche, de matrícula de honor. Aunque, tal vez, cada espectador en función del contenido del monólogo-interpelación de cada personaje, de sus dieces y sus matrículas a uno u otro actor.
La construcción del espectáculo es típicamente chez Rambert. Cada personaje, que tienen el mismo nombre que las actrices y actores que los interpretan, dicen su texto de principio a fin sin parar. Mientras el resto miran, hacen breves gestos, breves apuntes. Inolvidable esas sonrisas de Israel Elejalde mientras otros personajes dicen su texto. Y en ese decir, un decir bronco, un decir enfático, un decir enfadado, van aclarando la oscuridad de ser humanos. Las pequeñas infamias, los deseos, la insatisfacción, la amistad, el amor, pero, sobre todo, hablan de la vida y la de traiciones que se hacen para poder vivirla. Ensayan, (se) repiten, tratan de poner en vivo sus discursos personales e intransferibles una y otra vez, y dan la replica, repitiendo argumentos del otro y dándoles la vuelta, una vuelta personal e intransferible y a la vez común.
Es, por lo que dicen y cómo se lo dicen, que este espectáculo se describe como duro. Es un mal adjetivo para este tipo de trabajos. Donde dicen dureza hay permeabilidad, porosidad, hay un amor a sí mismos que no se entiende si no ese poroso al amor de los otros. Si son individuos, si pueden individualizarse, es porque están los otros, esos otros a los que ante todo quieren, a los que les declaran su amor y, en justa correspondencia, reclaman su amor. Y los otros se lo dan, porque son generosos. Un amor que no es el que esperan ni cómo esperan. Un amor en el que están atrapados pero que a diferencia de Huis clos de Sartre, es un amor que libera agrupando y encerrando(se) en una sala de ensayos a la que la luz fluorescente da un aspecto de morgue de sala de autopsias ¿es esta obra una desagradable disección?
Es esa falsa impresión de dureza, el amor siempre es gozo si no es otra cosa y en escena solo hay amor, la que produce las diferentes reacciones del público. La del que sale cabizbajo pensando que le han vuelto a timar. La del que sale diciendo que se lo tiene que pensar y destilar. La del que, sin entender apenas, aplaude a rabiar, porque lo que sucede en escena es muy bueno. Y la del público lector. Ese al que la dirección y a los actores le han llevado en la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones, la sala oscura del teatro, y les han hecho ver el brillo de miles de joyas y quiere llevarse el tesoro a casa. Y, sí, se llevará la palabra, las hermosas palabras de Pascal Rambert, pero le faltarán los actos. La carne. Esas manos que agarran y esos cuerpos que se dejan agarrar.
Y en ese ir y venir de las palabras a los actos, de los actos a la carne y vuelta a empezar, Israel Elejalde, consciente de que los adultos ya están amodorrados, callados y adormecidos como animales, convertidos en cínicos, llama a los jóvenes a levantarse. No se sabe si es a los jóvenes que ellos fueron, a los que fueron los espectadores o a los jóvenes que hay entre el público. Una juventud ausente. En cualquier caso, lo tiene claro hay que despertar y levantarse, hacerse de nuevo con las palabras y con la Historia, hacerse de nuevo con las palabras y escribir(las). Da miedo escuchar como ese levantarse se mezcla en su discurso con cuerpos que ruedan ensangrentados por el suelo. Uno piensa, quiere creer, que si ha de venir una revolución que esta vez por fin sea la del amor y la palabra, no la de los sueños rotos por un Stalin cualquiera. Porque, si como cantaba Gianni Bella, de amor ya no se muere, entonces ¿será que de amor, de amar, ya se vive, se puede vivir?