En blanco
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En blanco

Siempre nevaba en silencio, y la nevada, como los lobos, solía atacarnos de noche.

En Blanco.OTTO

“Nuestra memoria es la memoria de la nieve”, reconoció el poeta Julio Llamazares en días de nuestra juventud (la suya y la mía, que me asomé a aquel libro con incredulidad y miedo ante una violencia tan tranquila). 

Sin lugar a duda, él lo tenía más fácil; nacido en los montes de León, en su niñez se atravesaron con regularidad las tormentas que dejaban un edredón helado, blando y traicionero sobre el que arrojarse hasta que el frío por todo el cuerpo, las ropas empapadas y las manos doloridas lo enviaban a uno a casa a aguantar la bronca cariñosa de la madre.

No es que a mí me faltara nieve durante la infancia. Aterido enero, solían escaparse copos de las nubes aborregadas que, si tenían a bien hacerlo durante la noche, nos regalaban a la mañana siguiente manchas blancas de las que salían unas cuantas bolas bien apretadas para estampar en la cara de los amigos. 

El fulgor de la nieve nos hace niños al abrirnos los ojos como la primera luz

Sí, complaciendo a Ramón (la lluvia nos entristece porque nos recuerda cuando fuimos peces), el fulgor de la nieve nos hace niños al abrirnos los ojos como la primera luz.

Y, encerrados en casa, frente al crepitar del fuego que sobornábamos asando un chorizo envuelto en páginas de El Alcázar, aquel periódico indigerible, mojadas con vino, costaba entender el machacón refrán año de nieves, año de bienes.

Siempre nevaba en silencio, y la nevada, como los lobos, solía atacarnos de noche.

El aullido de estos estremecía a las cabras, despertando en sus esquilas un miedo metálico.

Días después, para complacer al refranero, la primera caricia del sol bastaba para que los sembrados se soltaran su melena, de un verdor lujurioso, y cantaran los arroyos.

Nadie se acostumbra a la nieve (y el Ayuntamiento y demás administraciones, menos, por lo visto). Su aparición detiene el paso de quien se la encuentra cayendo sobre él, aunque la haya vivido año tras año. Del mismo modo que no hay dos copos iguales, para que especulen los fractales, tampoco existen las repeticiones exactas de una ladera, o una calle, nevada. 

La semana pasada vino marcada por el aviso de la gran nevada que se aproximaba dispuesta a anegar toda la Península (también, lo sé, por el espectáculo estrenado en el Capitol Circus, que, dirigido a distancia por el jefe de pista Trump, ha exhibido su troupe de vaqueros trasnochados y búfalos bípedos). 

A pesar de los avisos que lanzan las autoridades pertinentes, de los riesgos que el frío trae consigo, del sufrimiento añadido que supone para los abandonados a su suerte (después de quitarles hasta la suerte, eso sí); a pesar, incluso, de que todos hemos pasado por los patinazos, a pie y en coche, los enfriamientos repentinos y severos, las carreteras cortadas y los vuelos suspendidos… todos, estoy convencido, hemos fatigado las cristaleras en busca del primer copo.

Llegué a sentirme como Truman Capote que, en una confesión que no le honra, reconoció haber temido que un indulto de última hora concedido a los asesinos diera al traste con el final que esperaba para su magistral A sangre fría.

La gran literatura del invierno es rusa, desde luego. Incluso las novelas que buscan el verano del Mar Negro, incluso la que persigue a Humbert Humbert mientras este asedia a Lolita por los Estados Unidos, tienen la densidad y la lentitud de la blanca estepa. Ni Raskolnikov ni Zhivago pueden dar cuenta de sus desdichas en manga corta.

Son novelas escritas con nieve para ser leídas entre la nieve, al calor del samovar.

Y maquino que los humeantes gazpachos manchegos (de pelo y pluma y que abrigan por dentro) nacieron bajo los copos. Desde luego, a una nevada le debemos uno de los platos más sabrosos que la Mancha, nuestra Siberia de bolsillo, nos ha entregado (no me canso de repetir que el desconocimiento que aún se tiene de la cocina manchega nos acusa a todos los que oficiamos entre sartenes).

Me refiero al atascaburras, invento que pergeñaron dos arrieros sorprendidos por la ventisca en la inhóspita zona de Almansa. Resignados a pasar la noche al raso y entre cuchillos de hielo, cocieron algunas de las patatas que transportaban y las majaron en el mortero con migas de bacalao salado, ajos pelados y un poco de aceite. El resultado fue un puré compacto, fragante y maravilloso. Plato preceptivo en Albacete cuando se tiñe de blanco, al que premian con nueces y huevo duro.

Simple y contundente, tanto como para “atascar una burra”. Una genialidad digna de Sancho que no rechazarían ni los curas melindrosos.

Por fin, el jueves, a eso del mediodía, difusas manchas comenzaron a enturbiar la vista y borrar las matrículas de los coches aparcados. Bastaron tres palabras, ya está aquí, para que todos los presentes nos olvidáramos de lo caro que es un minuto laborable y nos escondiéramos del presente en la ventana que tuviéramos más a mano.

Ya vendrían los problemas, las reservas anuladas, los pedidos retrasados, las jurásicas facturas de gas y luz… nadie quiso escapar de ese instante en que el mundo se reduce a un color uniforme y sin mancha.

Esquiadores por la calle Alcalá, paseantes por el centro de la Castellana o por los carriles de la M-30, bolas de nieve en ráfagas cruzadas…

Dicen que los esquimales tienen más de cincuenta términos para referirse al blanco. Y doy fe de que los decoradores les ganan por mucho.

Cayeron los primeros copos y casi maldijimos la precaución con que el Ayuntamiento había esparcido sal hasta transformar las aceras en arenques. (Eso sí, en la “cayetana” Maldonado y aledañas se derrochó Maldon para marcar diferencias).

Aunque tanta sal resultó ser insuficiente para la desorbitada cantidad de nieve que se nos vino encima. Al parecer, a Él, el que siempre está solo, se le ocurrió jugar con su bibelot y no supo parar el desparrame. 

Lo que el viernes a mediodía era una estampa encantadora fue dando muestras de su violencia a medida que avanzaba la tarde. Árboles caídos por doquier, calles intransitables, atascos en pleno casco urbano que no se iban a resolver, transportes suspendidos, servicios de emergencia clavados… 

Con el sábado llegó la fiesta. Esquiadores por la calle Alcalá, paseantes por el centro de la Castellana o por los carriles de la M-30, bolas de nieve en ráfagas cruzadas… hasta un trineo tirado por perros pudimos ver, permitiendo, por un día, al Manzanares sentirse Yukón y, de paso, recordándonos que hay que releer a London.

Un paisaje irreal y desconocido, como si Christo hubiera envuelto la ciudad en un sudario blanco.

También llegaron los avisos. Las olas de nieve que la ventisca moldeó a su antojo lo serían de hielo en cuanto tuviera lugar la anunciada bajada de temperaturas que propiciaría caídas de película cómica.

Y es que al cine le gusta la nieve.

En Amantes, Vicente Aranda (así me lo contó) no había previsto nieve en la escena en que Trini se desangra a las puertas de la catedral de Burgos. Y esa adversidad inesperada multiplica su dramatismo.

Y bien pensada la tenía Kubrik en El resplandor; tanto que eligió a Scatman Crothers para que destacara sobre ella.

 Ahora no recuerdo el título de aquel western en que dos vaqueros, perdidos en la blancura y a punto de morir congelados, atisban entre la ventisca a dos negros colgados de las ramas de un árbol. 

″¡Estamos salvados!”, exclama uno de ellos, ”¡Al fin, la civilización!”

Y el viernes, todos fuimos los niños de Amarcord que abandonan el cine para presenciar la nevada.

Y hacen bien.

La nieve nunca es una actriz secundaria.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”

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