El vestido blanco y otras grandes epopeyas
Kamala rompe el molde, demuestra que hay otro tipo de mujer a la cual comprender como poderosa.
En su primera alocución como vicepresidenta electa de EEUU –la primera mujer negra elegida para el cargo–, Kamala Harris llevaba un traje blanco diseñado por la venezolana Carolina Herrera, emigrante y uno de los grandes símbolos sobre el triunfo del gentilicio más allá de nuestras fronteras. La combinación convirtió la en apariencia mínima decisión estética en toda una declaración de intenciones. Kamala iba de blanco como las sufragistas antes que ella, y una de las primeras frases que pronunció fue la de dejar claro que su logro “no era sólo el triunfo de llegar a semejante cargo” sino abrir la posibilidad a que otras tantas mujeres lo hicieran también.
Escuché el discurso de Kamala con una singular emoción. No se trata sólo del hecho de ser una mujer que logró atravesar una línea invisible que rompió un viejo paradigma político, sino porque el traje blanco, la mirada satisfecha y su mera presencia en el podio es un mensaje de poder de enorme significado para todas las mujeres, se sientan representadas por Harris o no, le respalden políticamente o no. La vicepresidenta electa es la encarnación de una serie de símbolos específicos, de un recorrido extraño y al final, un insólito triunfo que toda mujer comprende con claridad. Kamala Harris, vestida de blanco, envestida del poder de las urnas, convertida en una opción democrática para buena parte de los electores de una de las potencias mundiales, es la demostración que algo cambió –evoluciona– en el sentido más profundo de la cultura. De la forma en que la mujer es percibida y hacia dónde se dirige en el futuro. Kamala rompió el techo de cristal para que todas las mujeres que así lo deseen puedan seguir su ejemplo y además le reasignó una importancia enorme, plural y pertinente a los símbolos discretos de una lucha muy antigua, muy dura y en ocasiones ingrata, por los ideales.
Para empezar, Kamala Harris tiene una vida privada “aburrida”, como mencionó con enorme grosería y desatino uno de los tantos medios de comunicación que reseñaron su hazaña histórica. Aburrida porque solo ha contraído matrimonio una vez y eso, a los 56 años de edad, luego de transgredir todas las normas sobre lo que una mujer debe hacer. Aburrida porque no es madre ni tampoco desea serlo. La funcionaría lleva una vida familiar apacible y sus únicos hijos son los del primer matrimonio de su marido y su sobrina Meena, la hija que su hermana Maya Harris tuvo con apenas 17 años. Kamala rompe el molde, demuestra que hay otro tipo de mujer a la cual comprender como poderosa. La mujer que toma decisiones conscientes sobre su cuerpo, su vida y su futuro.
Pero, además, Kamala viste de blanco en un acto multitudinario al que le llevó el voto masivo de una buena parte de la población norteamericana. Blanco como las primeras sufragistas, que lucharon y batallaron hasta las últimas consecuencias por ser reconocidas como ciudadanas. Durante la primera oleada del feminismo se debatió el motivo por el cual las mujeres deberían votar, y hubo quien insinuó que lo merecían por “la bondad y entrega del sexo femenino”. Las sufragistas rechazaron el bloque semejante idealización y en sus primeras proclamas dejaron claro que votar era un derecho que merecían por el peso de cada mujer en la historia, por el hecho de formar parte de la cultura, por desear tener la oportunidad de expresar una opinión política. Y vistieron de blanco para subvertir, quizás sin saberlo, el símbolo que se había impuesto de la fragilidad y pureza femenina. Las sufragistas vestían de blanco para demostrar poder, para mostrar que había algo más en las mujeres que los ideales de una cultura restrictiva, limitante y que deseaba que lo femenino fuera sólo un objeto de adoración espiritual en medio de grandes cambios sociales.
Pero Kamala también vistió de blanco –y con ropa confeccionada por una mujer inmigrante– para recordar algo más: los nuevos símbolos de poder. La vicepresidenta electa de EEUU no es sólo una figura que resalta por su historia étnica o el hecho de romper el paradigma de la vida que una mujer debe llevar en un país en esencia conservador, sino que también está decidida a transformar la mirada sobre lo que en realidad importa, en una época de grandes debates sociales. Kamala Harris no es perfecta, tiene un pasado debatible, grandes retos que enfrentar, pero también es una funcionaria elegida por el voto popular que deja claro que el menosprecio al esfuerzo femenino, a la mera figura de la mujer con poder, está a punto de cambiar, de transformarse en quizás un paso histórico para cada mujer con inquietudes por el cambio, por la forma en que analizamos el papel femenino en la actualidad y el tránsito hacia algo más poderoso: la idea de la mujer que no deba demostrar otra cosa que su competencia para ser representativa.
Y vestida de blanco, me repito. Vestida de blanco como la imaginación popular evoca a las novias eternas, al epítome de la mujer que triunfa según se considera necesario, a la que camina hacia el altar para ocupar el lugar que la sociedad espera de ella. Kamala lo hizo, pero ahora este traje blanco también es otro tipo de compromiso. Es un debate sobre la cualidad de todas las mujeres del mundo para avanzar más allá de las restricciones, del hecho de ser limitada por su biología o su género. Kamala Harris vistió de blanco para recordar que cada niña y muchacha del mundo está en tránsito hacia algo más potente, hacia un sueño compartido por todas. Un futuro en que la equidad no sea debatible ni la igualdad sea una mera discusión política al margen del gran paisaje de las cosas.