El vértigo de Sísifo
No pensaba ir a ningún acto multitudinario el 8M pero, solo porque la han prohibido, cojo mi mascarilla y me voy a la mani.
Tengo dos hijas y eso a veces me da vértigo. Vértigo en el sentido más concreto del término: miedo a caer. En este caso, miedo a verlas caer a ellas. En mi feminismo joven e irredento, siempre me enfadaba con mi madre cuando me decía que prefería haberme parido varón para que pudiera tener “una vida más fácil”. Hoy que tengo dos hijas, en eso y en otras muchas cosas que antes me enfadaban, la entiendo perfectamente. Nunca hubiera pensado que tener dos hijas pudiera comportarme un solo atisbo de pesadumbre.
Solemos trasladar la idea mecanicista de que el progreso de las mujeres es un proceso ininterrumpido de mejora. No es verdad. Para mí se parece más a un movimiento pendular. O a una espiral. Existen momentos en la historia en los que parece que nos comemos el mundo y justo ahí, después de cada acción consciente, masiva, histórica del movimiento de mujeres, se genera una reacción más enérgica y en la dirección contraria que nos devuelve a una especie de pasado nuevo.
Un lugar que no sabíamos que existía. Una especie de escape room del que hay que volver a salir indefinidamente reencontrándonos entre la polvareda del derribo, volviendo a reconocernos, reaprendiendo a hablar un nuevo lenguaje con el que hacernos entender, volviendo a ser de nuevo hegemónicas hasta recibir una vez más el golpe implacable de la misma reacción.
Es lógico. Al fin y al cabo, existe una verdad histórica inmutable: nunca abandonó por las buenas ningún grupo humano su posición de privilegio. Nunca se desmanteló ningún sistema de dominación sin el surgimiento de una reacción. Y el patriarcado es sin duda el sistema de dominación y de explotación más antiguo, universal y persistente de la historia de la Humanidad. Como el mitológico Sísifo, parecemos condenadas a empujar eternamente una piedra hasta la cima de una montaña desde la que vuelve siempre a caer. A un lugar distinto cada vez pero siempre lejos de la cima.
La huelga internacional de mujeres del 8 de marzo de 2018 mostró una realidad absolutamente masiva, trasversal y hegemónica del movimiento feminista en buena parte del mundo. Aquella huelga se articuló, como todas las cosas que cambian radicalmente nuestro panorama social, sin el apoyo de la izquierda institucional que abogó, olisqueando apenas la mitad del éxito que iba a tener aquella jornada, por un tímido paro parcial de dos horas y concentraciones apartadas de las convocatorias del movimiento feminista que fueron el alma de aquella histórica huelga.
Lo que ocurrió a partir del día siguiente fue el rearme de la reacción. El sistema se ocupó de articular una reacción virulenta, nauseabunda, despiadada. Desde entonces hemos tenido que volver a explicar, otra vez, por qué la violencia sí tiene género después de 1.082 asesinadas oficiales por el machismo desde 2003. Desde entonces, hemos tenido que salir a defender a las víctimas de la violencia sexual y la violencia judicial e institucional que las victimizaban doblemente.
Desde aquel 8 de marzo de 2018, hemos tenido que soportar todo el peso de la crisis sanitaria y social derivada de la pandemia del covid sobre nuestras espaldas, una vez más. ERTES y ayudas a la llamada “economía productiva” pero ninguna atención a la economía reproductiva, a los cuidados necesarios para que el mundo siga girando. A la mierda definitivamente con la conciliación, ese animal mitológico. Miles de mujeres desandando sus carreras profesionales, abandonando sus curros para ponerse una vez más en la retaguardia invisible de esta guerra.
Desde aquella histórica huelga internacional de mujeres de 2018, no contentos con hacernos tolerar que un porcentaje cada vez mayor de la educación de la infancia y la juventud en este país esté en manos de la una Iglesia católica que supura patriarcado, no contentos con hacernos tragar una Ley Celaá insignificante, inane, inútil, que no adelanta absolutamente nada en la defensa de un sistema público de educación laica que es el único capaz de garantizar la educación para la igualdad de género de las futuras generaciones, una ley que es la nada (¡la nada más absoluta!) en la historia de la escuela pública de nuestro país, todavía nos van a obligar a defender la más mínima educación en valores de lo que queda del sistema público no concertado frente al veto parental. Esta es una constante. Huelen el miedo y se crecen, y este gobierno actúa con miedo a la derecha y sin contrapeso por la izquierda.
Y aquí estamos otra vez. En el segundo movimiento del péndulo, en una nueva vuelta de la espiral, empujando de nuevo la piedra hacia la cima, teniendo que andar a contracorriente para defender que es una absoluta barbaridad prohibir las acciones del 8 de marzo en Madrid, incluso quienes pensamos que eran posibles otras formas de protesta en estos momentos, porque no es asumible que haya en las calles mítines de Vox como la provocación de Macarena Olona en Sevilla del 28F, porque no es asumible que la derecha fascista haga desfilar su antisemitismo por las calles de Madrid y ahora se prohíban, no por miedo a los contagios sino por miedo a la derecha, las concentraciones del 8 de marzo.
Solamente por eso hay que ir. Con todas las medidas de seguridad preceptivas, cumpliéndolas a rajatabla, pero hay que ir. Porque la cobardía endémica del feminismo institucional de los cinturones de Hermés, los bolsos de Vuitton, los relojes de Cartier y las matrículas para sus hijas en la concertada más elitista es la que nos deja de nuevo a los pies de los caballos de la reacción.
A nosotras y a nuestras hijas, por las que volveremos a sentir vértigo cada vez que una nueva encuesta anuncie que las renuncias de la izquierda, que sus traiciones, que su miedo y que su cobardía son el terreno abonado de la reacción neomachista. No pensaba ir a ningún acto multitudinario el 8M pero, solo porque la han prohibido, cojo mi mascarilla y me voy a la mani. Paso de quedarme en casa con mi vértigo materno. ¡Ánimo Sísifo!