El valor de la puntualidad
Un proverbio alemán reza que 'la puntualidad es cortesía de los reyes', a pesar de que muchos entiendan todo lo contrario
Clemence. Así es como se llama una campana fabricada en 1518, a la que todavía no le ha llegado la edad de jubilación, y que se encuentra en el campanario de la catedral de Lausana (Suiza).
Todos los días, a la diez en punto de la noche, con una puntualidad exquisita, el campanero grita la hora y segundos y después pone a trabajar a Clemence. Repica sus casi tres toneladas y media provocando un estruendo ensordecedor que rompe la tranquilidad nocturna. Y es que esta ciudad helvética es uno de los últimos baluartes europeos que dispone de un vigilante nocturno para anunciar la hora.
El reloj de cuco
La puntualidad es, sin duda, uno de los valores idiosincrásicos de la sociedad suiza, algo que va más allá de un simple tópico. Quien haya tenido la oportunidad de utilizar el transporte público habrá comprobado que los trenes, salvo excepciones, circulan con una precisión horaria de segundos.
Parece ser que el arte de contar los minutos les viene de antiguo a los helvéticos, probablemente habría que remontarse hasta el siglo XVI cuando los aristócratas pusieron de moda tener un reloj en sus domicilios. De esa forma ya no tendrían que acudir a las plazas públicas para conocer la hora.
A propósito de relojes de cuco. Una de las secuencias más recordadas de la película El tercer hombre (1949) de Orson Welles es cuando Harry Lime le dice a Holly Martins: “En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco”.
Los ocho minutos que pudieron cambiar la historia
En alguna ocasión William Shakespeare dijo aquello de “mejor tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde”. Un cuento que no se aplicó Franco en su entrevista con Adolf Hitler.
Y es que a las 15.20 del miércoles 23 de octubre de 1940 hizo su entrada el Erika, el tren oficial del Führer, en la estación de Hendaya. Con ocho minutos de retraso hizo lo propio el convoy de Franco, con la consiguiente irritación del mandatario nazi. El general viajó desde San Sebastián, a donde había llegado en coche, hasta Hendaya en el SS-3, un tren que había sido utilizado con anterioridad por el rey Alfonso XIII.
El alemán deseaba la implicación española en la Segunda Guerra Mundial junto a las potencias del Eje para asegurarse el control de Gibraltar, con el objetivo de derrotar a Gran Bretaña, pero salió de aquella reunión sin ningún compromiso por parte del General.
Goretti Irisarri y José Gil Romero forjaron a cuatro manos la novela La traductora, un magnífico thriller de ficción histórica en el que se narra lo que pasó en aquellos ocho minutos que tuvo de retraso el tren de Franco.
Como muestra un botón
Si hay un ejemplo de puntualidad extrema ese es el filósofo teutón Immanuel Kant (1724-1804), que se levantaba siempre a las cinco en punto de la mañana, comenzaba sus clases en la universidad a las siete en punto y escribía desde las nueve hasta la una.
Es más, solía pasear a las tres y media de la tarde subiendo y bajando ocho veces la avenida Lindenalle de Könisberg —la actual Kaliningrado—. Este paseo era tan exacto que se cuenta que los habitantes de la ciudad aprovechaban para poner sus relojes en hora. El filósofo terminaba su jornada a las 22.00 horas, momento en el cual se retiraba a la cama. Quizás, solo quizás, lo de Kant era excesivo.
A pesar de todo, es posible que a algunos todo esto les parezca desmedido y prefieran recordar una de las citas del escritor Oscar Wilde: “La puntualidad es una pérdida de tiempo”. Y es que ya se sabe, para gustos, los colores.