El Trineo de Viento en la Antártida: la emoción de hacer ciencia
"Son las 12 de la noche y hoy no han llamado. Ayer estaban con los hornillos rotos. ¿Habrá pasado algo?". Ser la otra punta del hilo que conecta el Trineo de Viento con el mundo genera numerosos momentos incertidumbre. Desde que el pasado 1 de diciembre los cuatro expedicionarios salieron para la Antártida Inexplorada con el extraño y portentoso vehículo diseñado por Ramón Larramendi para explorar y hacer ciencia, cada día ha sido una aventura.
¿Cuándo llamarán? ¿Qué habrá pasado hoy? Las preguntas siempre han sido las mismas, a lo largo de estos dos meses y medio, a la espera de esa llamada desde el corazón de la Antártida en la que Ramón Larramendi, Ignacio Oficialdegui, Manuel Olivera o Hilo Moreno me ido poniendo al tanto de cuanto sucedía a más de 12.000 kilómetros de distancia sobre un Trineo de Viento. Y de ahí, a contarlo al mundo.
"¡Cuidado, la cometa! ¡Derecha, derecha!". A veces la conversación, vía satélite, se interrumpía con una alerta de este calibre. Durante minutos, sólo se escuchaba el "lizzzzzz-lizzzzz" del deslizamiento del trineo sobre el hielo. Y el corazón en un puño. Cualquier sastrugi gigante (esas protuberancias que moldea el viento en el hielo), cualquier grieta en el hielo, podía haber supuesto un accidente, una rotura, una caída de un tripulante en marcha... ¿Qué pasaba al otro lado? Pero no, al final la voz, normalmente de Ramón Larramendi, absolutamente serena, retomaba la comunicación satelital como si tal cosa. "No, todo bien, normal. Aquí todo tranquilo", respondía para mi perplejidad.
Otros días estaban parados. Más bien estacionados, pero sin dejar un momento de trabajar, porque más allá de la gesta para la exploración española que supone haber recorrido por vez primera esa zona de la Tierra de la Reina Maud, una monarca noruega que da nombre al territorio de la Antártida Oriental que han atravesado, lo suyo no era sólo avanzar hacia una meta: el Domo Fuji. Que lo era. Era también llevar la ciencia española adonde no había estado antes y hacerlo sin dejar huella. Además, no con algo anecdótico, sino con 10 proyectos diferentes de gran envergadura que ocupaban buena parte de sus días. En la campaña Antártica española, en las dos bases, participan en total 24 proyectos y muchos han querido estar en los dos lados: en la costa y en el corazón del continente.
Por ello, al otro lado del hilo siempre tenían algo nuevo y sorprendente que contar, aunque sin estridencias, porque lo que para un explorador polar en un trineo de viento era lo cotidiano –lleva 35.000 kilómetros recorridos por territorios polares en expediciones sin asistencia externa- para el resto de la humanidad es totalmente excepcional: las temperaturas de decenas de grados bajo cero con la sola protección de unas tiendas, el manejo del eco-vehículo en una ventisca, la organización de los turnos de trabajo, sus protocolos, sus cambios con el recorrido, sus inmersiones bajo los hielos en busca de bases congeladas desde tiempos de la Guerra Fría...
A este lado del mundo, e incluso también desde la bases antárticas españolas cuando aterrizaron allí nuestros científicos, poco a poco se fue conformando una gran comunidad de seguidores de la expedición en torno al diario que relataba cada día. Y comenzaron a llegar cientos de mensajes, que he transmitido puntualmente a los cuatro protagonistas para que se sintieran menos solos. También enviaban dibujos, pósters, trabajos de niños de toda España pendientes de ellos en sus clases y sus casas, demostrando que cuando la aventura de la ciencia emociona, engancha a cualquier edad. "¿Y qué voy a contarle ahora a mi hijo cuando vuelva del cole? ¡Lo primero que pregunta cada día es si han escrito el diario los del trineo de viento!", comentaba una madre desde Canarias. Otros muchos mensajes han llegado de allende los mares, muchos de Latinoamérica, de Estados Unidos, pero también del norte y el centro de Europa, de Rusia.
Para ellos, la mayor preocupación era que el eco-vehículo, tras 20 años de desarrollo, demostrara de lo que es capaz, que no fallara la energía que daba vida a los dispositivos científicos, la misma que usan los satélites espaciales... Y sobre todo, que el viento no les jugara una mala pasada que acabara con la expedición porque sabían que no siempre le tendrían como aliado. Si llegaban al Domo Fuji, bien, pero si no también porque no se ha tratado de un reto deportivo, aunque el esfuerzo realizado es intrínseco a la expedición (Por cierto, de financiación privada gracias a patrocinios como los de la Fundación Príncipe Alberto II de Mónaco, la agencia Tierras Polares, un contrato de la ESA y el apoyo particular de casi 350 mecenas en un crowdfunding).
Finalmente, no sin esfuerzo y con un estoicismo digno de encomio, llegaron a su punto de meta, que también era el de partida. Y sus preocupaciones se diluyeron para dar paso a la exultante alegría que me transmitieron el día 1 de febrero.
En definitiva, una gran aventura con un indiscutible objetivo científico cuyos resultados habrá que analizar en los laboratorios, como ocurre con los que nos llegan de cualquier expedición, sea por los mares, los desiertos o el espacio exterior. Una aventura porque la ciencia no es sino arriesgarse a descubrir lo que no sabemos, explorar en esa parte oscura del conocimiento transitando por los caminos de la incertidumbre, y en este caso también de hielo.