El soldado conocido
«En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, primero de abril de 1939, Año de la Victoria. El generalísimo Franco»
Todavía en los años sesenta, mi madre, cada tres de mayo, se refugiaba en el último rincón de la casa (toda era rincón) y se tapaba los oídos para esquivar los fuegos artificiales con que culminaban las fiestas de mi aldea, tan menesterosos que cualquier valenciano hubiera podido mejorarlos con dos cajas de cerillas.
“Hijo, me recuerdan tanto los bombardeos de la guerra… El frente no estaba lejos, y yo, con mis cabras por esas dehesas, pensaba que todos aquellos cañonazos que retumbaban en la cumbre buscaban a mi padre, a mis tíos, pobres soldados en su trinchera…”
Cuando, a fuerza de barrenos, nuestra angosta carretera mordió el polvo para convertirse en culebra de asfalto, también mi madre se derrumbaba; incluso los domingos otoñales en que los disparos de mi padre quebraban el vuelo de las torcaces, como si el eco del siniestro tambor de la guerra cobrara vida para herirla en los tímpanos.
Confío en que en el Cielo, que tanto merecía, no la recibieran con salvas.
Durante cuarenta años, la Guerra Civil fue asunto de las conversaciones que el vino abría mientras el tiempo estornudaba con pitillos de cuarterón. Siempre en voz baja, porque en aquella posguerra que, a decir del poeta Álvaro Muñoz, no termina nunca, hasta el silencio escuchaba.
Y delataba.
Mis abuelos, mis tíos, mis vecinos mayores, reservaban las historias más duras para los albores de la matanza, cuando las calabazas para las morcillas y las cebollas, que pelábamos por sacos, nos proporcionaban la mejor excusa para llorar entre las paneras.
Historias que hablaban de tripas abiertas, muros y sienes horadados (tiene cojones que se le llame tiro de gracia). Porque la guerra (¿acaso hay otra para nosotros?) fue la última en que se disparó al hombre y no al bulto. Nuestro atraso tecnológico impidió la proliferación de las armas automáticas, avisperos que desdibujan el rostro del blanco.
En los tres años sobró tiempo, incluso, para los afilados encuentros en que la víbora de la bayoneta buscaba “la oscura raíz del grito” (Gracias, Federico).
El tío Justo, cuyo mundo, como el de tantos otros, no iba más allá de las empinadas lindes de mi aldea, fue arrancado para la causa siendo apenas un chaval.
Superviviente de la tragedia que había vivido entre italianos en Guadalajara (desde entonces llamaba “pécoras” a las ovejas), me contaba, veinte años después y entre escalofríos, que, ante un temido ataque a la bayoneta que nunca llegó, él hubiera querido que su oponente fuese, como él, de aquellos pedregales; así, decía, tendría la bayoneta bien afilada.
Historias también muy cercanas, narradas por los protagonistas, acerca de aquellos que eran nombrados “los del monte”, “los de la sierra”, o, simplemente “esos” (observen la ristra de eufemismos, como si al escamotear el nombre no existieran. Sortilegio extendido al lobo, a quien nadie llamaba por su nombre: “bicho”, “alimaña”, “fiera”…).
Siempre he sentido admiración por ellos. Y lástima por los guardias civiles que los perseguían, tan desdichados como sus presas, y que fueron verdugos pudiendo haber sido maquis.
Ahora, esas narraciones se acaban. Quizás nunca sepamos quién fue el primer soldado muerto de la masacre, pero no puede faltar mucho para que toque escribir el obituario del último.
Y pienso que ese día debería ser declarado de luto oficial.
Y que el nombre del desdichado, sea quien sea, debería ser repetido por todos los locutores, por todos los tertulianos, por los pregoneros de Internet.
Demasiado silencio han soportado todos ellos (sí, todos ellos) durante casi un siglo.
De nada habrá servido su gesta si sus hijos, aquellos que soportaron los bombardeos en los sótanos, el hambre y el miedo durante los años siguientes, y que sufrieron la ignominia de las camisas azules (que tú bordaste en rojo ayer) y las sotanas (ego te absolvo), siguen bajando la voz y escondiendo su dolor entre las cebollas.
Ese día, su nombre y sus apellidos deberán convertirse en los nuestros, restallar en el aire, pronunciarse en todos los brindis y culminar todas las oraciones.
Así podremos despedir al último combatiente de la Guerra Civil y comprender que se ha ido para siempre.
Pero no en vano.