El siglo de las luces
Ya no basta con un barco volcado o un avión comprometido; el planeta entero les va viniendo pequeño a los visionarios del despojo.
Estoy seguro de haberles presentado ya al primo mío que curraba en un circo. A él debo la siguiente anécdota: cierto día en que el equilibrista terminó en el suelo antes de tiempo y de mala manera, en el momento en que el jefe de pista recitaba el consabido “¿hay algún médico entre el público?, un paisano sujetó por el hombro al galeno dispuesto a auxiliar y le espetó:
-Tranquilo, hombre, que nos vas a chafar la diversión.
Dignos herederos de los lectores de El Caso, aún son legión los que parecen gozar ante la desgracia de los demás (Wilder lo retrató sin zoom en El gran carnaval).
Y mucho mejor si la desgracia es multitudinaria y atroz. Lo certifica el éxito de las películas de catástrofes, en ninguna de las cuales se encontrará una línea de guion salvable o un plano deslumbrante.
Y ya no basta con un barco volcado o un avión comprometido; el planeta entero les va viniendo pequeño a los visionarios del despojo.
Hace cien años, las guías de viaje francesas, con Michelin a la cabeza, publicitaban exitosas excursiones a los socavones de la Primera Guerra. Aquellos que lamentaron no poder acudir, se resarcieron en la Segunda.
Aunque no creo que sea el morbo el único motivo por el que miles de personas han viajado a La Palma para asomarse, desde lejos, a los ríos de lava (el volcán, carente de educación y urbanidad, lleva más de cuarenta días eructando en público), sino la atracción por los espectáculos avasalladores, que no precisan ni de entendimiento ni de voluntad, ni tan siquiera de memoria si se tiene el teléfono móvil a mano. Al sobado “dantesco” se le puede guarnecer con la frase “es tan terrible como hipnótico”. Añádase el gesto entre compungido y satisfecho mientras se aprieta el botón.
También es un espectáculo de la naturaleza un magma de espigas mecido por el viento de mayo, o una nube de grullas en despedida graznando sus adioses de vértigo. Y no recuerdo haber asistido a una conexión en directo que me los mostrara con insistencia.
Por cierto, en muchas regiones de la América que nunca fue nuestra, sino que supo conquistarnos, se refieren a los volcanes en femenino, anteponiendo, además, al topónimo el apelativo “mamá”.
Mamá Tungurahua llaman en Ecuador a la novia del Chimborazo. Buen mozo. Y alto.
Allí, hasta los galápagos han entendido desde siempre que su furia, esa suerte de parto o menstruación, trae consigo el dolor y la creación, el castigo y el futuro.
Las más espectaculares y sabrosas verduras y frutas de la fatigada Europa se siguen recolectando en las amorosas faldas del Etna.
Y no hay legumbres comparables a las lentejas de Lanzarote.
En pos del acontecimiento que nos vuelve pasivos, se acerca la época del año en que la colada de paisanos se moverá por las calles céntricas con la boca bien abierta ante las hipertrofiadas guirnaldas de bombillas con que los ayuntamientos se enfrentan unos a otros para ver quién la tiene más grande.
En Madrid tuvo lugar un ensayo general la semana pasada, con la celebración del “Festival de la luz”, que quiere festejar la concesión del título de Patrimonio de la Humanidad a la zona en que se acomodan el Retiro y el Prado.
Y es cierto que en los días buenos (los primeros del otoño y los mediados de la primavera son los mejores), el cielo se apodera del azul velazqueño, al que nadie se llega a acostumbrar, y el sol de la tarde hace el trabajo de Midas con los enrejados del Parque y las nobles fachadas; incluso se siente, a través de la luz, el siseo de seda de las Meninas, el grito rojo y ronco de los resistentes al francés, la conversación erótica y carnosa de las Gracias…
Y por eso no se alcanza que el festejo consista en ahogar la penumbra (otra manera de vivir de la luz) con millones de focos y pantallas encendiéndose y apagándose en un chisgarabís capaz de provocar ataques epilépticos a las estatuas.
¿Cómo me van a impresionar a mí estos fuegos fatuos tras haber visto, en mis días agraces, cerezos ardiendo de oropéndolas y belenes de luciérnagas en los zarzales que arañaban al río?
Antesala del farragoso alumbrado navideño al que acudirán en tropel los habitantes de todos los extrarradios, mostrando una credulidad que, en realidad, no poseen.
Cuanto más cueste y más aturda, mejor, parece ser la consigna.
Aunque puede que las decenas de miles de asistentes tan solo pretendan colocarse bajo tanta luminaria para leer sus libros pendientes, aprovechando que otro paga la factura.
Mientras tanto, el volcán del tiempo va haciendo de la literatura ceniza que revolotea hasta caer al suelo, de donde es barrida a toda velocidad antes de que la capa acumulada de hojas suponga un problema para la circulación.
Y es que este siglo, que bien pudiera ser de las luces, tiene pinta de llegar a ser el de los iluminados.
Y esa gente no suele llevarse bien con las palabras.