El raro: una especie en extinción
Levantarse un día. Mirarse al espejo y descubrir allá enfrente, fuera de uno, un raro, no es fácil.
Pudiéramos tener la tentación de huir, salir corriendo, pero no serviría de nada. Uno reconoce demasiado a aquel ser que le mira fijamente a los ojos. Estaría allá donde uno quisiera ir, agazapado contigo mismo en el oscuro rincón del armario, pegado a la sombra que va lanzada contigo a la carrera, presente en las imágenes que ves cuando cierras los ojos.
Un raro, demasiado vulgar como para brillar entre los demás y también demasiado distinto como para reconocerse en ellos. Quizás la peor especie de raro.
¿Cuándo toma conciencia uno de esa idiosincrasia? Cuando descubre que ya no forma parte de su "nosotros". Todos necesitamos formar parte de un "nosotros" que nos acoja, en donde sentirnos a refugio, donde sentirnos, de alguna manera, mimetizado y descansar en ellos. Aflojar el rictus, desconectar el cerebro, y dejarse llevar. Pero no hay un nosotros. Poco a poco uno descubre que no tiene ese nosotros a su alcance, que no hay abrigo donde refugiarse, que no hay amparo colectivo donde esconderse de uno. Condenado a su mismidad. Condenado a reconocerse cada día en ese espejo y querer huir, a reconocerse y querer huir, a reconocerse... Condenado a no tener excusas, a ser uno siempre responsable de sus actos. Condenado a ser libre (dijo Sartre). Quizás sea esa la libertad: la condena de ser raro, obligado a ser distinto, a ser uno entre los demás. Siempre uno. Siempre un nosotros del que no formo parte. Siempre un nosotros.
¿Cuándo se aligera esa condena? Nunca. Siempre se encuentra desubicado. Cuando el raro encuentra su nosotros entre otros raros y se recrea en la identificación con ellos es porque también padece la enfermedad del gregarismo, y, a veces, con más intensidad; la misma necesidad eternamente humana de cada uno de nosotros: la del calor del establo. El raro es raro aún entre los raros., y para los raros. Pero uno aprende a encontrar en la condena espacios de desembarazo, caminos de emancipación, uno descubre que el atrevimiento le libera dentro de la cárcel, que la voluntad te excarcela. Que tu nosotros está formado de nombres propios, individualidades como tú; cuando aceptas y quieres hacerte responsable de tu circunstancia, cuando encuentras tu sentido en ella. "Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo", dijo Ortega y Gasset.
Entonces ríes y desconectas con una boca compañera, y sigues siendo tú, ese raro del espejo. Pero no importa, ríes.
Entonces lloras y te desahogas alrededor de un corazón amigo, y sigues siendo tú, ese raro al que estrangularías algunas veces. Pero no importa, lloras, y te desahogas.
Entonces también encuentras cobijo entre unos brazos amantes, y descansas, y te mimetizas, despareces por unos instantes, fluyes, eres cielo y tierra a la vez; y sigues siendo tú, ese raro que te acompaña siempre. Pero no importa, te sientes que, raro y todo, formas parte de la vida y ésta solamente tiene sentido si tú eres tú, raro, extraño, difícil, solo, uno... y abierto a todos.
Entonces quieres. Esta es la palabra que resume tanto discurso, la posada en la que desemboca tanta palabrería: quiero. Os quiero. Mi nosotros. Mis raros.
Asumes como objetivo de tu vida, la máxima y mejor expresión de la rareza, aquella que nunca alcanzarás del todo: ser bueno. Espontáneo y bueno, atrevido y bueno, sincero y bueno, amigo y bueno, crítico y bueno, solidario y bueno, misericordioso y bueno. Y descubres que es un privilegio poder llegar a ser raro y bueno a la vez.
Un día te levantas, te miras en el espejo y descubres en él a una persona que te sonríe con ternura, con la misma sonrisa tierna que tu boca esboza. Un raro, igual que tú. El raro de todos los días.