'El presidente' o la farsa que olvidó sus circunstancias
Uno se acerca al Teatro Nacional Chileno a ver El Presidente de Thomas Bernhard con cierto respeto. Respeto porque se trata de un enfant terrible del teatro europeo del siglo XX. También hay respeto porque este teatro se encuentra al lado del Palacio de la Moneda, la oficina en la que trabaja el presidente de Chile. Edificio que se hizo famoso mundialmente por el desalojo forzado de Salvador Allende. Hay, por tanto, cierto morbo presidencialista cuando se acude al teatro que progresivamente se va disipando a medida que el humor gana terreno en la puesta en escena.
Un humor raro y extraño que no alcanza a todos los espectadores, pero sí a una mayoría. Y que tarda en arrancar porque en un principio, sobre todo si es la primera vez que se ve una obra de este autor, no se sabe a ciencia cierta en qué registro trabaja. En este caso la historia parte de un atentado en el que un presidente ha resultado levemente herido. Sin embargo ha perdido a uno de sus consejeros y, lo que es peor, su mujer ha perdido a una de sus mascotas. Por lo que el presidente necesita relajarse, primero con un masaje y después con su amante.
Obra con dos partes claramente diferenciadas. La primera dominada por un cuasi monólogo de la señora presidenta, la consorte del presidente. Alguien que no se ha enterado de nada y solo quiere mantener el statu quo, esos momentos de felicidad que le arrebata el anarquismo y el terrorismo cuyos argumentos la infectan de recelos y sospechas. La segunda por un presidente que se relaja con su amante y sus visitas.
Son esos diálogos desquiciados e insistentes, pues están llenos de repeticiones que varían como una composición musical minimalista, los que seguramente han atraído a esta compañía, a parte del prestigio de su autor. Una compañía que presenta la obra sin estridencias. No hay, por así decirlo, nada raro más allá del texto y de sus situaciones. El resto es pura convención. Teatro burgués del que trataba de huir el autor de esta obra como de la peste. Por eso, la propuesta es fallida, aunque el trabajo es muy interesante y hace que haya que seguir la trayectoria de esta compañía y de este centro que tiene cierto aire kamikaze.
Una propuesta que se disfruta por sus elementos técnicos. Por un lado los actores, sobre todo, las actrices. Tanto la composición de la señora presidenta de Catalina Saavedra como la de la amante de Daniela Castillo, al estilo de la replicante que Daryl Hannah interpretaba en Blade Runner, el clásico de la ciencia ficción. Aplicadas en cuerpo y alma a lo que les marca la dirección de Omar Morán Reyes, convirtiéndose en lo más sugestivo de la función. Por otro, ese decorado sencillo pero señorial, de representatividad que ha creado Rocío Hernández, con un punto ingenuo o naif, deudor de la pintura ochentera y postmoderna española o de la olvidada transvanguardia italiana de la misma época.
Una función que adopta un estilo de farsa que, como ya se ha dicho, cuando vence la extrañeza, divierte a una gran parte del público que ríe las ocurrencias escénicas. Pero que a otros, los menos, dejará fríos, indiferentes. Tal vez porque hay un error de concepto, de punto de vista. Ya que es una obra que pide a la puesta en escena ante todo realismo, incluso realidad. Ya hay suficiente retranca en el texto para tener que acentuarla, para tener que marcarla, por ejemplo, como se hace con el fisioterapeuta que interpreta Octavio Navarrete.
Marcas que muestran al poder como ridículo, que lo es, pero que no dejan ver el peligro que encierra esa ridiculez a la que tendemos a sumarnos con beneplácito. La facilidad con que la ridiculez se acepta y se sigue, incluso se aplaude. Pues no es Thomas Bernhard un cómico, al menos no es un cómico al uso. Tampoco me parece un moralista. Sino un autor que hace mirar abismos, nuestros abismos. Esa capacidad humana para justificar y argumentar lo injustificable, conservadora y preservadora, para mantenerse incólume en el poder under any circunstances y que los demás aceptan, comparten, entienden y comprenden. Esa complicidad responsable con la que este autor señalaba a una sociedad como la austriaca que había colaborado con los nazis y que una vez acabada la Segunda Guerra Mundial los seguía ocultando y, cuando podía, colocando en puestos de responsabilidad. Como en tantos y tantos países sucedió y sucede con sus dictaduras y sus fascismos a la que una obra como esta pide referencias y realidades locales para poder saber de qué se está uno riendo y si tiene tanta gracia.