El populismo antipopulista
Ciudadanos es un partido con inclinaciones populistas inequívocas, especialmente, en la última etapa de Albert Rivera.
La “formación reactiva” es un mecanismo psicológico de defensa descrito por el psicoanálisis. Consiste básicamente en rechazar cualidades de nuestra personalidad o nuestra identidad que consideramos indeseables reafirmando nuestra oposición a esas cualidades. La formación reactiva se manifiesta habitualmente a través de la exageración de ciertas inclinaciones y conductas.
Un varón que expresa un machismo desaforado es, desde esta perspectiva, probablemente un hombre que soporta con dificultad su fragilidad en un entorno que le recuerda que expresar ternura o sensibilidad pone en duda su masculinidad. Un homófobo esconde muchas veces deseos homosexuales reprimidos (sobre este posible origen de la homofobia existen interesantes investigaciones). “Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces” reza un conocido refrán popular.
Este preámbulo viene a cuento de un fenómeno político recurrente: la sobreactuación de los algunos partidos centristas o liberales en la denuncia del populismo. Tanto el grupo parlamentario liberal europeo en Bruselas como Ciudadanos en España están intentando erigirse en los grandes abanderados de la lucha contra el populismo, al que consideran una amenaza para el orden liberal. No cabe duda de que algunos partidos anti-establishment, especialmente con ribetes autoritarios y xenófobos, son un fenómeno sobre el que debemos poner los cinco sentidos.
La erosión de la democracia es una realidad en varios países europeos y americanos. Así como la emergencia de fuerzas anti-establishment que proclaman su deseo de recortar derechos civiles o deshacerse de contrapesos necesarios para asegurar el correcto funcionamiento de la democracia. Pero, ¿estamos solo ante una preocupación genuina por estas amenazas objetivas?
La caracterización de partidos como populistas es siempre problemática. Ignacio Molina y Santiago Delgado, en Conceptos fundamentales de ciencia política, lo definen como: “Aversión a las élites, denuncia de la corrupción que afectaría al resto de actores políticos y constante apelación al pueblo entendido como amplio sector interclasista al que castiga el Estado”. Sobre este núcleo conceptual pueden admitirse leves variaciones, pero estirar mucho el concepto para meter en el saco todo lo que no nos gusta de la política contribuye a desvirtuarlo y quitarle valor analítico.
Afortunadamente, la literatura académica especializada evita, generalmente, esa tentación. Por otra parte, probablemente no tenga sentido colgarle la etiqueta de populista a un partido, sino a discursos y estilos políticos y, en todo caso, a los dirigentes más proclives a utilizarlos. Seguro que nadie se libra de haber lanzado en algún momento un mensaje populista o gesticulado como tal.
Tanto los partidos de extrema derecha como de extrema izquierda que se catalogan habitualmente como populistas en el debate político contienen, sin duda, en su seno corrientes y tendencias populistas, pero otras que difícilmente pueden considerarse como tales. Un partido marxista ortodoxo quiere derribar el orden establecido, pero es difícil calificarlo como populista. No existe un pueblo que se contrapone a las élites, sino una clase revolucionaria —los obreros— que deben liderar una revolución contra la burguesía, pero sin complicidad de parte del pueblo —la pequeña burguesía, parte del proletariado alienado por sus creencias religiosas o el lumpenproletariado—. Por otra parte, muchas corrientes reaccionarias pregonan un autoritarismo no populista. El franquismo, sin ir más lejos, era muchas cosas muy censurables, pero a grandes rasgos no era populista.
Por el contrario, puede encontrarse populismo donde menos se lo espera. Hay una extensa literatura especializada que nos habla del populismo tecnocrático o populismo de centro, una retórica populista que, formalmente, comparte elementos nucleares del discurso populista: la supuesta defensa de un pueblo honesto y responsable maltratado y humillado por la élite del país.
El populismo tecnocrático propugna la sustitución de las élites políticas existentes por élites capacitadas, ya sea porque se han formado en centros educativos exclusivos de posgrado en los que solo consiguen titularse las personas más inteligentes o porque han desarrollado carreras profesionales exitosas que les han procurado reconocimiento o riqueza. El éxito educativo y profesional sería, de acuerdo con esta lógica supuestamente “meritocrática”, prueba suficiente de que estamos ante personas capaces para desenvolverse en la vida política y llevar las riendas de la administración pública.
La sustitución de la élites existentes —generalmente presentadas como corruptas, extractivas, deshonestas, cainitas— y sus estructuras clientelares en la sociedad civil —“los chiringuitos”— propiciaría, a juicio de estos populistas de centro, una oportunidad de regeneración política y económica. De esta situación saldría beneficiado el pueblo, el honrado funcionario al que el “enchufismo” le impide progresar o sacar adelante su trabajo honestamente, el autónomo al que “fríen a impuestos” para terminar gastando el dinero ineficientemente y el pequeño empresario “que levanta la persiana de su negocio cada mañana” pero está asfixiado por una regulación excesiva.
En sus versiones más extremas, el populismo de centro promete gestionar los gobiernos como empresas. Así los intermediarios “políticos” no puedan importunar la acción diligente y responsable de ejecutivos que supuestamente solo obedecerían a su competencia técnica.
Nada dice este populismo del origen socioeconómico e intereses de esos gobernantes tecnocráticos. Tampoco de otras cualidades y virtudes deseables que, quizás, posean políticos tradicionales más experimentados y que son esenciales en una democracia para gestionar el día a día de una administración pública o impulsar proyectos viables y sostenibles. Por ejemplo, la pericia para movilizar equipos leales y comprometidos, saber tejer alianzas, sortear vetos, cooptar adversarios, comunicar con convicción las decisiones adoptadas, persuadir a la opinión pública cuando se toman medidas impopulares, etc.
Partidos con un fuerte acento populista de centro han alcanzado el poder en distintos países del Este de Europa, como Chequia, Eslovaquia o Georgia. En Italia, Silvio Berlusconi y posteriormente los gobiernos de Mario Monti, Mateo Renzi y el Movimiento 5 Estrellas invocaron constantemente elementos de populismo tecnocrático. Incluso, como nos ha recordado el propio Ignacio Molina, algunas retoricas del movimiento En Marche de Emmanuel Macron presentan concomitancias con la tecnocracia populista.
En España, Ciudadanos es un partido con inclinaciones populistas inequívocas, especialmente durante la última etapa de Albert Rivera al frente del partido, cuando aspiró a arrancar al Partido Popular la hegemonía en el centroderecha con el concurso de dirigentes que manejaban con mucha soltura, y en algún caso, habilidad camaleónica, diferentes variaciones del populismo. En la revista Foreign Policy el profesor norteamericano Omar G. Encarnación llegó a preguntarse por qué en España el mayor populista es un centrista.
La retórica de Ciudadanos ha chapoteado en todos los charcos del populismo de centro. Se ha dedicado a deslegitimar a las élites de los partidos tradicionales, presentándolas como corruptas, manirrotas e incapaces, reclutadas por “enchufismo” y “mangoneo”. A denigrar a la administración pública: infestada por amigos de los políticos colocados en “chiringuitos” y funcionarios aupados a puestos que no se merecen gracias a sus conexiones, responsable de un supuesto gasto público desaforado —“grasa”— que hay que reducir, que ofrece servicios duplicados por doquier…
Ciudadanos extendió la sospecha de colusión generalizada de intereses políticos y empresariales —“capitalismo de amiguetes”—. Puso al frente de su equipo económico a un antiguo ejecutivo de Coca-Cola, Marcos de Quinto, que impuso la retórica de la gestión empresarial sobre asuntos públicos y desplazó progresivamente a un atractivo equipo de especialistas en políticas públicas. Ha criticado nombramientos de ministros con largas trayectorias en la gestión pública y titulación superior por no ser estrictamente especialistas en el ámbito en que eran nombrados. Algo, por otra parte, habitual en casi todos los países.
El partido naranja ha coqueteado incluso con el populismo punitivo, el chovinismo del bienestar y la xenofobia, inclinaciones que afortunadamente ha abandonado la nueva dirección de Inés Arrimadas. Pero, sobre todo, ha pretendido colgar etiquetas de populistas a diestro y siniestro, ignorando la viga en el ojo propio.
Como señaló Wolfgang Munchau hace ya unos años en un artículo en el Financial Times, los populistas de centro pueden ser una amenaza tan grande para el orden liberal como populistas de izquierdas o de derechas. De cara más amable, siempre exquisitamente acicalados, consiguen deslizar sus discursos antipolíticos y pro-tecnocráticos de manera mucho más sibilina, erosionando la confianza pública en dirigentes e instituciones tradicionales, e inflando expectativas sobre regeneración que, luego, raramente se cumplen.
Lo atestigua el triste concurso del M5S italiano en distintos gobiernos, los rendimientos de los gobiernos autonómicos de coalición en que participa Ciudadanos y apoya Vox, o incluso, en buena medida, los resultados reformistas más bien magros del gobierno de Macron, por mencionar solo algunos ejemplos. Además, el populismo de centro tiene un posible efecto retardado que suscita especial inquietud. El fracaso de los gobiernos tecnocráticos allana el camino al populismo antidemocrático, que consigue pescar en las aguas revueltas de los sentimientos antipolíticos que los primeros (esos que decían venir a “regenerar”) habían contribuido a sembrar.