El peligro amarillo
Ya se ha decidido la verdad sobre Ana Julia Quezada, aunque la verdad más profunda del horror que ha provocado nunca lleguemos a conocerla.
Mientras que ustedes meten prisa al niño para que llegue a tiempo al cole en su primer día de clase tras las vacaciones, yo me peleo con el pescadero acerca del acento con el que habla el pulpo (melancólico gallego de Rosalía según él, melifluo árabe marroquí de Abdelatiff Laabi en mi opinión) y mis explotados de cocina le suplican al pisto que no se pegue al cazo, una mujer, Ana Julia Quezada, está siendo juzgada por asesinar a Gabriel Cruz, niño de ocho años, hijo de su novio.
Ella ya confesó el crimen, y el tribunal ha de considerar si la muerte de Gabriel fue un asesinato premeditado o un homicidio involuntario. Para dilucidar tal cuestión se ha constituido un jurado popular que ha de decidir si la homicida merece la prisión permanente revisable (blando eufemismo que apunta a la cadena perpetua) o debe enfrentarse a una condena limitada en el tiempo y sujeta a los beneficios que la ley penitenciaria prevé.
Ni esforzándome conseguiría empatizar con la acusada. Cualquier acto que suponga el terror de un niño me repugna, sin importarme si el chaval sufre o no daño. Hago mías las palabras del Hijo del Carpintero, cuya justicia no me hace retroceder en mi descreimiento:
“Al que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al cuello una piedra de molino y le hundan en lo profundo del mar″.
Aunque me pregunto si Ana Julia tiene alguna posibilidad de ver su condena reducida; si las cadenas de televisión no han decidido ya el grosor de los eslabones de la que le han destinado a ella.
O si cabe el beneficio de la duda tras dieciocho meses de exposición en los medios, pasto de opinadores cuya preparación ignoramos y que no han dudado en despedazar hasta el más nimio gesto de la infanticida y sus allegados (ni la Inquisición, que extendía el castigo a la familia, actuaba con mayor inquina), pareciera que ofendidos por su intento de ocultar el crimen y presentarse ante la opinión pública como apoyo del padre en lugar de proporcionarles desde el primer momento la carroña que esperaban.
La saña con la que ha sido tratada la mujer puede estar justificada por lo terrible del suceso (y por su reiterada hipocresía), pero entra en total contradicción con las garantías que las leyes de un país que se dice democrático han de asegurar al que se enfrenta al castigo. Y esa inquina es todo el caudal jurídico con el que el jurado desemboca en la sala del tribunal correspondiente.
Espero equivocarme y conocer, cuando sea el momento, un veredicto fundado en razones legales y respetuoso tanto con los derechos como con la responsabilidad de Ana Julia Quezada.
Pero soy pesimista al respecto. Contertulios de todo a euro, buitránganos encorbatados que lo mismo opinan sobre la marcha de la economía que sobre la materia oscura o el último escándalo de la prensa del páncreas, han ahuecado sus plumas y afilado sus garras para cebarse en una mujer fría, despiadada y calculadora.
Ya se ha decidido la verdad sobre Ana Julia Quezada, aunque la verdad más profunda del horror que ha provocado nunca lleguemos a conocerla.
No está de más recordar el juicio por el asesinato de Rocío Wanninkhof, en el que un jurado popular condenó a Dolores Vázquez, a pesar de lo endeble de las pruebas, probablemente a causa de la imagen degenerada que la prensa había fomentado sin descanso, en un juego sucio en el que el lesbianismo se presentaba como motivo suficiente para la sospecha. Bastó un análisis exhaustivo de las evidencias (desgraciadamente, tras otro crimen) para que Dolores fuera declarada inocente.
Aún recuerdo a la señora bien pensante (y mal bebida) que, en el bar del mercado, me gritó a la cara (como si yo fuera el juez que había revisado la sentencia) que le daba igual que el asesino fuera un inglés demente.
-“Esa mujer -y señaló al televisor- es culpable, si no de ése, de cualquier otro delito. ¿No ve qué cara tiene de asesina?”, me espetó mientras se me atragantaban los churros.
El séptimo jurado de Doce hombres sin piedad (extraordinario Jack Warden en la película de Sidney Lumet, y deslumbrante Sancho Gracia en el inolvidable Estudio Uno que dirigió Gustavo Pérez Puig) vota la culpabilidad deseando un veredicto rápido que le permita llegar al partido de base-ball para el que tiene entradas. El jurado número diez (Ed Begley o Ismael Merlo, y me quedaré siempre con este último) sostiene que cualquier negro es culpable. Por negro. (Yo fui una vez negro, recordaba Sonny Liston, cuando era pobre).
No anhelo ni condena ni absolución. Tan sólo justicia.
Y, si llegara el momento, alegaría lo que sea preciso para no formar parte de un jurado popular. Si la iglesia (y el ambulatorio) tiene doctores, espero que en los tribunales no falten jueces capacitados para discernir lo que es prueba y lo que es prejuicio. Y si se equivocan (también a mí se me queman las lentejas) no han de carecer de recursos que enmienden las pifias.
Mientras que sean los programas de “actualidad” (lo entrecomillo porque parecen dedicarse a rebuscar entre los despojos de los muertos, como si fueran capaces de resucitarlos, mientras la crisis que vuelve aún con más hambre, el Gobierno parapléjico que padecemos o las comisiones injustificables de los bancos nos banderillean sin que nadie nos avise) los que decidan el veredicto, nada bueno puedo esperar de los jurados que piensan que las leyes existen para consumar la venganza o que la ética de una persona se puede conocer por su peinado.
Y quiero agradecer a los padres de Gabriel que hayan solicitado públicamente respeto para el trabajo de la Justicia. Si en su momento reclamaron que la muerte de su hijo no sirviera de pasto para el odio de los malnacidos, esta nueva llamada a la lógica los engrandece aún más. Nada hay más admirable que su decisión de mantener la humanidad cuando están hundidos en un dolor que ni imaginar puedo.
En Roma, de donde viene nuestro derecho, podían condenarte a los leones, pero la decisión no quedaba en manos de la plebe. No en vano, fueron ellos quienes establecieron el principio de la duda razonable.