El parlamentarismo frente a Erdogan, Trump y May
"Turquía otorga el poder absoluto a Erdogan", "Estados Unidos opta por el populismo y lleva a Trump a la Casa Blanca", "Reino Unido rompe con Europa en el referéndum"... Así han sido los titulares tras los referéndums británico y turco y las elecciones presidenciales norteamericanas. El problema es que todos son a la vez verdad y mentira.
Verdad porque han reflejado los resultados finales en las urnas, trasladados luego a la legalidad práctica: inicio del Brexit, toma de posesión de Trump, entrada en vigor de la reforma constitucional turca. Mentira porque atribuyen a todo un país una decisión que ha sido respaldada por una exigua mayoría de votantes en los dos referéndums e incluso por una minoría de electores en las presidenciales estadounidenses.
Sin embargo, son mentira porque se traduce el resultado raspado en recuento de papeletas o en compromisarios en una decisión del conjunto de los ciudadanos, haciendo tabla rasa de la división casi a la mitad en todos los casos. Es decir, se analiza de manera simplista lo ocurrido hasta convertirlo en dogma de fe, avalando así la interpretación en blanco y negro de quienes han ganado, sean Boris Johnson, Trump o Erdogan.
Hay quien dirá: ¡en eso consiste la democracia, en la que se gana incluso por un solo voto de diferencia! Mi respuesta es que eso no es democracia, sino a lo sumo, centralismo democrático a la vieja usanza de los partidos estalinistas.
En democracia, las decisiones deben adoptarse respetando la totalidad del resultado de las urnas, es decir, las mayorías y las minorías. Si las minorías son casi iguales a las mayorías, el consenso –aunque se incline hacia las posiciones que han ganado- debe ser amplio. E incluso si la distancia entre la mayoría y la minoría es grande, la búsqueda de acuerdos para aplicar las posturas de la primera es inexcusable.
De lo contrario, la ruptura social a corto o medio plazo está asegurada. Solo los malos gobernantes pueden ser tan irresponsables como para hacer caso omiso de ese peligro y de sus consecuencias. Lamentablemente, Trump, May y Erdogan son ejemplos de esa falta de cultura democrática que termina envenenando la dinámica política y, en nombre de la democracia, la pervierte hasta acercarla a un autoritarismo de la mayoría frente a la minoría.
Tampoco debe olvidarse en democracia que ninguna decisión es irrevocable. No se trata de votar sobre lo mismo cada domingo del año, pero sí de tener en cuenta las consecuencias de las opciones finalmente adoptadas o las variaciones en el contexto para constatar si el cuerpo electoral ha cambiado o no de opinión El caso paradigmático es el referéndum británico, en el que el gobierno conservador se niega a someter a consulta –o, como mínimo, al voto parlamentario, en el colmo del despropósito- los resultados del proceso de salida de la UE decididos en una consulta previa que considera sagrada, con una carencia absoluta de coherencia democrática, siguiendo su propia lógica.
De todo lo dicho, mi conclusión es clara: la parlamentaria continúa siendo la mejor forma democrática de decidir porque evita la apuesta a todo o nada, obliga a tener en cuenta las mayorías y las minorías existentes, permite rectificar sobre la marcha y, además, tiene mecanismos suficientes para volver a votar en cualquier momento si es necesario (moción de censura, moción de confianza). Sus ventajas frente al presidencialismo y al referéndum son muy claras, tanto que representan a día de hoy un verdadero antídoto frente al populismo. Esa es una de las ventajas de nuestro país en estos tiempos internacionales tan turbulentos.