'El minuto del payaso', Papapancho ha vuelto
Hacer, hace de todo. Hasta mea en escena. Y en ese hacer, en ese actuar, cuenta la historia de su vida.
Esta semana ha vuelto El minuto del payaso a la cartelera madrileña. Lo hace al Teatro del Barrio y por tan solo cuatro días. Un unipersonal de Teatro el Zurdo que lleva más de cinco años entre reposiciones y giras. Un éxito que se debe a que el texto permite a Luis Bermejo, el actor que lo protagoniza ¡y cómo!, hacérselo pasar bien al personal con lo que hace un payaso antes de salir a la pista a representar el minuto para el que le han contratado.
Y es que hacer, hace de todo. Hasta mea en escena. Y en ese hacer, en ese actuar, cuenta la historia de su vida. Desde la tierna y melancólica historia de un amor adolescente no correspondido a las juergas de coñac que se corría con el chino de Burgos. Desde su deseo de ser domador de elefantes hasta la aceptación del destino que sus padres tenían reservado para él. La herencia con la que todo niño viene al mundo.
Lo cuenta todo con una prosodia exagerada de nombres, palabras y reflexiones sobre el teatro, el circo y la vida. A la vez que un cartel luminoso en el escenario pide silencio y el personal, que no puede callar, se muere, literalmente, de risa en las butacas. Pues una vez que Luis Bermejo prende la mecha del humor, y no tarda mucho, es un no parar.
Un no parar que va desde el número de cabaret o café cantante y nonchalance, como el de la merendolata, hasta el transformismo en una domadora de elefantes. Un transformismo que consigue con una peluca, nada más, que por arte de magia le transmuta en cuerpo, espíritu y actitud. Pequeño atrezo al que se pega como se le pega la nariz roja de payaso que se pone ya mediado el espectáculo y que parece que siempre estuvo hay, que nació ya con ella.
¿Cosa de magia? No, cosa de un gran actor que debido a la calidad de su interpretación es capaz de habitar ese personaje, sacarle sus aristas, sus luces y sombras. Mostrar su corazoncito. Sí, en diminutivo, porque lo hace desde lo pequeño. Desde lo que comienza en el llanto de un niño en el parque, o desde un corto mensaje que escondido en un retrete escribe en un móvil a un amor no correspondido al que no se lo enviará. Momentos desde los que se gana el también corazoncito de un espectador al que ya se había ganado por simpático y, más que por simpático, por gracioso.
Todo ese exceso y esa entrega por no acomodarse, por no hacer lo que ya de tanto repetir haría con los ojos cerrados, tienen un objetivo. El de coger toda esa basura, todos esos problemas, esas cargas pesadas que el público trae de la calle, y echarlas fuera del teatro. Expulsarla y descargarles de ella.
Un actor/payaso nada ingenuo. Consciente de que si lo consigue será solo durante el tiempo que dure su estancia en escena, durante el minuto que todo payaso tiene en pista. No podrá evitar que a la salida ese mismo público se encuentre de nuevo con toda esa basura, esas piedras, y se las vuelvan a meter en los bolsillos.
Mientras, el sueño de todo artista, el de un teatro y de un circo lleno de gente que se ríe en la oscuridad, se hace realidad. Unos asistentes que notan como ese artista suda ante los focos, se pelea y lucha por hacérselo pasar bien. Pone el corazón en todo lo que hace, hasta depositarlo en la mano de una espectadora, representante azarosa de todos los que están sentados en la butaca, un latido que hace ondular la risa y las carcajadas con inteligencia desde la primera hasta la última fila. Pues no se puede reír sin pensar. Sin pensar, no es posible evadirse. Como sabe todo artista de la pista.