El miedo y otros teoremas invisibles
Continué pensando que no se trataba de un padecimiento mental, sino de un rasgo de carácter. Algo que debía ocultar lo mejor que pudiera, que debía disimular.
Hace unos días, alguien me preguntó cómo logro sobrellevar la ansiedad durante la cuarentena, una pregunta compleja que no tiene una única respuesta. Para un ansioso, no hay una sola manera de entender lo que ocurre en su mente, menos en una situación crítica, extraña y por completo inédita como un confinamiento debido a una emergencia sanitaria. Me tomé unos minutos para analizar la cuestión y al final comprendí que, como siempre, un trastorno psiquiátrico es un espacio complicado con el cual es difícil de lidiar.
Nadie te prepara ni te explica qué pasará cuando padeces de tu trastorno que afecta la manera en que comprendes tu cuerpo, tu vida y tu entorno. La primera vez que sufrí una crisis de ansiedad, no supe que me ocurría. Perpleja y abrumada, creí que enloquecía, un paroxismo de pura emoción que no supe ni pude controlar. Me avergoncé, me sentí profundamente culpable. ¿De qué me responsabilizaba? De mi “dramatismo”, “exageración” e “hipersensibilidad”. O al menos, así asumí el golpe de sentirme tan vulnerable y frágil. No se lo conté a nadie -a pesar que la sensación que me derrumbaba físicamente me aterrorizó- y preferí creer que había sufrido una “vulgar” crisis de nervios. Ese tipo de cosas locas que suelen ocurrir a la quienes carecen de autocontrol.
Sobrellevé con mucho esfuerzo mi trastorno de pánico durante los años universitarios. Ya por entonces, sabía que sufría de algún tipo de padecimiento mental, pero la mayoría de las veces, me parecía más fácil disminuirlo o menospreciarlo que enfrentarme a él. Después de todo, era una estudiante exitosa, una becaria con un futuro prometedor y, además, una mujer joven que se sentía relativamente feliz con su vida. Pero de vez en cuando, la sensación que una angustia insuperable me desbordaba, volvía para recordarme que algo estaba pasando, que realmente estaba sufriendo un tipo de trastorno que no podía controlar. Además, esa necesidad de ocultar lo que me ocurría se mezcló con esa especie de vergüenza diaria de “estar loca”. Porque así se resume esta problemática en nuestra sociedad tan profundamente árida en ocasiones y, sobre todo, que poco comprende el valor de la salud mental, esas dolencias invisibles, inexplicables en ocasiones, pero tan dolorosas como cualquier otra. Continué insistiendo -intentando convencerme, quizás- que lo que me ocurría era un síntoma de mi naturaleza dramática, de mi personalidad ansiosa y, por último, una muestra de malcriadez. Incluso cuando el trastorno empeoró y me sentía constantemente profundamente agotada por el solo hecho de contener mi miedo y mi pánico, continué pensando que no se trataba de un padecimiento mental, sino de un rasgo de carácter. Algo que debía ocultar lo mejor que pudiera, que debía disimular.
Muchos años después, sabría que muchas veces, la ansiedad no se diagnostica de inmediato y de manera directa, sino a través de un segundo padecimiento. Como me ocurrió a mi: A los veintiún años padecí un grave trastorno alimenticio que me llevó al consultorio de un psiquiatra. Fue entonces cuando descubrí - admití, más bien - que esa abrumadora y constante sensación de miedo y estrés, era parte de un problema físico y bastante serio, por cierto. Escuché a mi psiquiatra sin creérmelo, como si su punto de vista me permitiera mirar mi trastorno de una manera totalmente distintiva me aliviara. Como si sus palabras hicieran visible mi dolorosa relación con mi vida y mi manera de comprenderla.
“Un trastorno de ansiedad es un padecimiento que puede empeorar y aumentar si no recibe tratamiento. O propiciar otras conductas más graves”, me explicó, “y no se trata de tu malcriadez, tu educación o tu autocontrol. Se trata de una enfermedad y como tal debes asumirla. Y brindarte la oportunidad de comprender qué te ocurre para que puedas mejorar. No debe haber nada vergonzoso en lo que sientes y mucho menos es tu culpa”.
Fue una revelación que me desconcertó. Por años me había convencido que lo que sufría era una consecuencia de mi mal carácter, mi incapacidad para manejar situaciones estresantes o incluso, mi cobardía. Entender que el trastorno de ansiedad era una enfermedad me sacudió, me hizo reconstruir varias opiniones y conceptos sobre mí misma pero aún más, me hizo asumir la responsabilidad -ahora sí, la real- sobre lo que podía o no hacer para mejorar. Fue un proceso lento y gradual, pero que me brindó la oportunidad de mejorar en la medida que el padecimiento fue una idea real que debía comprender y no una visión distorsionada sobre mí misma. Una nueva perspectiva incluso sobre mi salud mental y lo que fue aún más revelador y satisfactorio, mi propia identidad.
Luego de varios año en terapia, fui diagnosticada formalmente como paciente de TAG (Trastorno de Ansiedad Generalizada), un padecimiento que dificulta el control sobre las emociones y, sobre todo, mi capacidad para sobrellevar situaciones muy estresantes. Y es que en algún punto, perdí el control de cómo asumo y construyo mis decisiones, mis ideas y, más aún, mi interpretación sobre el mundo. Un paciente de TAG puede verse superado y aplastado por preocupaciones muy sencillas y, con frecuencia, les lleva mucho esfuerzo diferenciar sus temores y la realidad.
“La ansiedad puede provocar que simplemente no puedas lidiar con las actividades diarias”, me explicó en una ocasión mi psiquiatra, “como si tu mente fuera incapaz de discernir entre los temores reales y tu percepción sobre ellos. La ansiedad aumenta, el temor a lo que pueda ocurrir te sofoca y finalmente, se convierte en un síntoma físico que no puedes comprender en realidad. Es esa confusión sobre lo que te ocurre lo que dificulta el diagnóstico y peor aún, complica un posible tratamiento y solución”.
Durante los momentos más duros de mis crisis de angustia solía preguntarme si a todo el mundo le afectaba de la misma forma la extraña sensación que mi mente era un ente vivo, independiente y, la mayoría de las veces, incontrolable. Me tomó unos cuantos años entender que el trastorno de ansiedad, los ataques de pánico y otros padecimientos relacionados con la salud mental, pocas veces son tomados en serio y sobre todo, asumidos como un cuadro clínico real. Como me ocurrió a mí, muchísimos pacientes están convencidos que la angustia, el miedo, la ansiedad y el dolor pueden ser controlables por un mero esfuerzo de voluntad. Y si bien en cierto que todos nos preocupamos en menor medida por problemas comunes como la salud, el dinero y dilemas domésticos, la manera en la que nos afecta es de hecho una reacción por completo personal y distinta en cada uno de nosotros. Mucho más si esa preocupación constante se convierte en invalidante, como le ocurre a los que sufrimos un trastorno de ansiedad crónico.
Según cifras recientes, un 35% de los adultos en el mundo padeció o padecerá de un ataque de pánico durante su vida. Una cifra que, por supuesto, no incluye a todo ese universo de pacientes que sufren de diagnósticos errados y que la mayoría de las veces nunca sabrán que todos sus síntomas son partes de un cuadro médico del cual desconocen incluso su existencia. Los síntomas físicos de un ataque de pánico son impredecibles y tampoco los mejora la medicina tradicional. Eso produce un trastorno dentro de un trastorno: el terror a cuándo ocurrirá el siguiente ataque de pánico.
Es difícil explicar a quien no lo ha sufrido, lo que significa perder el control por completo, esa línea entre un terror abstracto y destructor y lo que puede haber más allá. En los peores momentos de mi trastorno, muchas veces tuve la clara sensación que había perdido el poder de tomar decisiones sobre mi vida y que mi ansiedad era un elemento indivisible de mi personalidad. No hay nada más difícil que admitir en voz alta que tus emociones e incluso tu percepción sobre el mundo son tan confusas que no puedes comprenderlas a cabalidad. Tal vez por ese motivo la mayoría de las personas que sufren ansiedad son reservados, tensos y distantes: una manera de obtener un mínimo control sobre lo que se muestra y lo que se construye más allá de nosotros mismos, ese reflejo un poco distorsionado de nuestra visión de quiénes somos y cómo nos percibe alguien más.