El malabarismo del nuevo escenario
El nuevo escenario generado con la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa y la constitución del Govern de Quim Torra que ha implicado la aniquilación del 155 abre diversas expectativas y no pocos riegos para abordar una solución al conflicto entre Cataluña y España. De entrada, hay dos elementos en los que ambas partes, con matices, coinciden: en primer lugar, la propia existencia del conflicto –a pesar que tengan visiones divergentes no sólo sobre las fórmulas a aplicar en su resolución, sino también acerca de las causas de su creación– y, al mismo tiempo, la recomendable necesidad que se debe rebajar la confrontación como paso inevitable para la búsqueda de soluciones, por difíciles que puedan resultar.
Las expectativas son, obviamente, limitadas. El PSOE ha formado parte del bloque del 155 y durante todo el conflicto ha optado por sumarse incondicionalmente a la línea del PP renunciado a un valioso papel intermedio, mientras que Quim Torra es políticamente un sujeto atrapado entre una visión del nacionalismo que ya no es mayoritario en el independentismo, la dependencia de Carles Puigdemont y los malabarismos que implicará moverse en la estrategia de la bifurcación; es decir, en una hoja de ruta que no renuncia a los legítimos objetivos de la República pero que debe moverse en el marco actual del autonomismo.
Los ingredientes de este cóctel no resultan la combinación más favorable para augurar buenas perspectivas, es cierto. Lo que ha sucedido en los últimos años, y especialmente meses, no son un plato menor y, a pesar de la coincidencia que debe buscarse una solución, el ejercicio de autocrítica en ambas partes ha sido limitado o más bien nulo, lo cual no favorece la recomposición. En el independentismo sí que se ha reconocido mayoritariamente que la proclamación de la República fue un error, pero no tanto porque no se disponía (todavía) de la legitimidad ni el músculo necesario, sino más bien porque el resultado ha quedado lejos del deseado. Mientras que en el PSOE la falta de autocrítica ha sido todavía mayor: no ha habido prácticamente ninguna voz que haya cuestionado la estrategia del Estado ni la peligrosa e irresponsable judicialización de la política, ni que haya criticado el disparate que supone tener presos políticos y menos aún que haya reconocido en público que la solución pasa necesariamente por un referéndum acordado, con las consecuencias explícitas que implique su resultado.
Pero a pesar de todo ello, a pesar de la distancia enorme que existe entre ambos mundos, a pesar de la mutua incomprensión... el nuevo escenario implica que hay opciones para explorar soluciones, por remotas que sean. De entrada, porque el actual escenario no puede ser peor del que había con un PP en férrea competencia con los ultranacionalistas de Ciudadanos para ver quién es más españolista y más duro con el soberanismo. Pero, al mismo tiempo, porque el paisaje de la confrontación no favorece a ninguno de los dos actores: al PSOE especialmente, pero tampoco a un independentismo necesitado de resultados concretos que vayan más allá de las pancartas y las palabras.
La reunión entre los presidentes Sánchez y Torra permitirá calibrar qué hay de real en las opciones para encontrar una vía de salida, que en absoluto significa una solución. De momento, se trata de estudiar, explorar, ganarse la confianza y poca cosa más, porque ni el PSOE aceptará a corto plazo que la única salida real pasa por un referéndum ni el independentismo está dispuesto a renunciar al terreno ganado.
Por este motivo, la política de gestos resultará fundamental. El acercamiento de los presos políticos a Cataluña es un primer paso, absolutamente necesario ante el tremendo despropósito que supone que todavía estén privados de libertad de manera preventiva. Pero no deberá ser el único por parte del Gobierno central para demostrar que realmente apuesta por una salida al conflicto.
Pedro Sánchez actuará bajo la presión apocalíptica del entorno del PP y Ciudadanos (y de una buena parte de su partido, que disparará en la línea que el simple hecho de hablar con los independentistas supone una traición. Pero podrá hacerlo también amparado no sólo en las diferencias que separan a un estadista de un jefe de estado previsible, sino también de esa amplia capa de españoles que no comparten los ejes de la política practicada por el bloque del 155. Por cierto, algunas encuestas (realizadas por periódicos nada sospechosos de connivencia con el soberanismo) indican que un 46,9% de los españoles estarían de acuerdo que se realizase un referéndum en Cataluña (se entiende que acordado, obviamente).
También el Govern de la Generalitat actuará bajo la presión de los que desean que fracase cualquier negociación con el PSOE, porque lo sitúan en el mismo plano que el PP. Algunos de los que firman esta tesis están incluso en el mismo Govern. Pero el farol ya se ha acabado. Ahora es el momento de la política. Y eso implica que ambas partes deberán ceder, sino para encontrar una solución a corto o medio plazo, sí para continuar negociando y labrar el terreno para que llegue el momento de exponer soluciones necesarias. Es el juego del malabarismo político.