'El mago', ser o no ser la extraña familia de Juan Mayorga
Solo a Juan Mayorga, o a autores de su calibre, se le podría ocurrir empezar una obra con el monólogo con el que comienza El Mago en la sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional y salir airoso. A partir de ese momento el espectador sabe que no sabe por donde van a ir los tiros. Que este autor y director como mago (¿o es mejor decir hipnotizador?) del teatro sacará conejos, espadas, cortará por la mitad, hará cualquier cosa y divertirá, asombrará y, como si no fuera de eso, le hará pensar.
La historia es un puro disparate. Una mujer aparece en su casa bajo los efectos de la hipnosis. Ella dice estar y no estar allí, como el gato de Schördinger. Por un lado dice permanecer en el teatro, hipnotizada por un mago. Pero también está ahí en el comedor de su casa, de su pisito en el centro de la ciudad. Un piso con un marido, cuyo lenguaje es el de la new age empresarial (lo de "somos un equipo" o "necesitamos una estrategia" y todo eso); una hija joven y suficientemente preparada y parada; y una madre entrometida. Piso al que llegan visitas esperadas e inesperadas.
Sí. Es y no es una comedia de Jardiel o de Mihura. Esas comedias del absurdo de extrañas familias y sombreros de copa. Comedias que se estrenaban cuando no se podía hablar si no era para contar lo que otros, los que mandaban, decían que nos pasaba. Primera llamada de atención, pues, cuando un autor como Mayorga tiene que recurrir a ese humor de entonces para poder hablar ahora, ¿no hay que preguntarse qué algo pasa?
Sí, también es y no es, una surrealista comedia buñuelesca. Misteriosa, incomprensible a la que no se puede dejar de mirar fascinado con su insolente incoherencia. Como esa mesa o taburete (pues puede ser ambas cosas ¡qué ambigüedad!) que se ve en escena y sobre la que hay pintada una espiral. En cierto modo, es una versión modesta de El ángel exterminador, más fluida, más líquida, como los tiempos, ya que los personajes si pueden salir pero no pueden dejar de volver para encerrarse en el pisín.
Y, claro, es y no es, una obra de Mayorga, en el sentido de que bajo ella está siempre ese análisis social, esa mirada torva empeñada en ver por donde apenas el sistema deja que pase una brizna de luz en la que él sigue encontrando las sombras. Una obra lógica que es totalmente ilógica en superficie.
Nada de esto funcionaría si no tuviese un elenco entregado. Salir a pelo y a escena con ese monólogo inicial y poder, poder hacerlo, quiero decir, y seguir haciendo lo que hace (que no cuento para que lo disfruten) habla de la calidad de Clara Sanchis. Cada vez mejor afinada, más centrada como actriz. Un muy buen trabajo, como el del resto del elenco, en el que María Galiana y Tomás Pozzi, no acababan de replicar, dar la réplica, con el tempo requerido aunque el amor del público se lo perdona con tal de verlos en un escenario, en carne y hueso, que es donde quieren tenerlos.
Sobre todos ellos sobrevuela José Luis García Pérez. Con sus parlamentos, sus difíciles monólogos. Su estar y no estar en escena, su ser y no ser, padre, marido y loco enamorado. Un actor convertido en una necesidad, antes que en un deseo. Tanto que no se sabe cómo lo hace. Claro que el texto y la dirección de Mayorga ayudan pero no sería posible sin el talento y el olfato que permita encontrar lo que de misterioso y necesario tiene el ser humano, encontrarlo en él y hacérselo ver a sus espectadores. Sí, está de premio.
Van muchas afirmaciones sobre esta obra, a la que hay añadir su afirmación vital. Afirmación basada en el sinsentido de la vida que no puede darnos alguien que maneje nuestra voluntad y credulidad a capricho. El sinsentido es nuestro o no debería ser de nadie, como también es decisión nuestra con quien compartirlo y formar todas esas extrañas familias de las que voluntariamente somos parte. No debería haber ninguna otra manera de ser.
No se debería dejar que nadie, ni un mago, ni un prestidigitador, ni un político, ni una empresa, ni un traficante, se adueñasen de ella. Eso exige un compromiso con uno mismo que es un compromiso con los otros. Eso es amor, un amor porque se quiere querer. Como Mayorga nos quiere en el teatro para charlar, para hablar, para dialogar, formando esa extraña familia teatral compuesta por el público, la crítica y, por supuesto, sus profesionales. Una invitación a la que le responde la familia agotando entradas.