El inesperado enemigo del feminismo
¿A poco de la tercera década del siglo XXI y todavía es necesario aclarar lo necesario que es un movimiento inclusivo que intente reducir la desigualdad entre géneros?
No es sencillo ser feminista en una época en la que se considera una posición obsoleta, se te tacha de apoyar la “progresía” –lo que sea que eso quiera decir, según el contexto– o incluso de forzar los límites de la normalidad en busca de un nuevo sistema de valores que contradice el tradicional. No es sencillo, mientras tus parientes, amigos, conocidos e incluso desconocidos, te recuerdan en cada oportunidad posible que el feminismo es peligroso, es una “chorrada”, una pérdida de tiempo y por supuesto, por completo innecesario en medio de un mundo en que la igualdad es cosa evidente. O al menos ese es el argumento más extendido, el más frecuente e hiriente sobre la posibilidad política de la equidad. En suma, según ese punto de vista, ser feminista es ser parte de una reliquia histórica que, en la actualidad, no tiene mucha razón de ser.
Ahora suma a todo lo anterior un adversario doloroso. Hace unos días, alguien escribió en mi timeline de Twitter lo siguiente: «Todas las feminazis son unas resentidas, feas y gordas que temen que los hombres las violen». Lo dijo luego de ponderar en varios tuits sobre el hecho que «no hace falta que nadie reclame derechos, las mujeres tienen (sic)» y concluir que «una feminista es una tipa insatisfecha». Por supuesto, no me sorprendió la colección de prejuicios en sus comentarios, pero sí el hecho que buena parte de quienes apoyaban el inquietante punto de vista, eran mujeres. Leí más de veinte respuestas, la mayoría de ellas celebrando «que finalmente alguien pusiera claras las cosas para esas locas» (refiriéndose, por supuesto a las feministas) y que sin duda «había que insultarlas más a menudo» para que «entendieran su lugar en el mundo».
—¿Te afectan todavía ese tipo de opiniones? —me preguntó mi amiga G., con quien almuerzo y que me escucha leer en voz cada uno de los tuits. Me encojo de hombros, sin saber que responder a eso.
—La mayoría de las veces no pero… —tomo una bocanada de aire— ¿Cómo es que una mujer se burla de otra que defiende tanto sus derechos como los suyos? ¿Cómo es posible que pueda minimizar el hecho que alguien asuma militancia sobre la inclusión y la igualdad?
Mi amiga G. es socióloga y por años hemos conversado sobre temas parecidos. En más de una oportunidad, le he explicado mi frustración por el hecho que la palabra «feminista» se haya convertido en un insulto venial, en la descripción de una mujer «histérica» y «radical», en una especie de grosería a media voz con la que nadie sabe muy bien cómo lidiar. Y su respuesta siempre es la misma o algo muy parecido:
—Cualquier posición política minoritaria tiende a ser infravalorada, menospreciada y lo que es aún peor, satirizada. Es una reacción natural —me dice de nuevo en tono paciente—. El cambio siempre produce temor y una expresión de ideas políticas que incluye un cambio social, aún más. Cuando un hombre escucha a una mujer ponderar acerca su papel en la cultura y sobre las presiones y límites que sufre, no piensa en empatizar sino que se siente amenazado. Se cuestiona el motivo por el cual debería sentirse responsable sobre ideas sobre las que no tiene control y las cuales heredó sin saber de donde proviene.
—Pero, ¿y las mujeres? ¿Qué pasa con todas las mujeres que se burlan y critican al feminismo?
—Ese «rechazo» también se extiende a las mujeres por motivos muy parecidos. La inclusión no es un tema simple: se trata de comprender hasta qué punto necesitas reivindicar tu lugar en el mundo y qué necesitas para hacerlo.
Sigo sin entender del todo su argumento aunque, por supuesto, sé muy bien sobre qué elementos se sustenta. Nuestra sociedad, hija del positivismo y muy consciente de sus debilidades y dolores, es una mezcla de cinismo con algo más parecido a una toma de conciencia tardía sobre quienes deseamos ser y cómo lograrlo. Y con respecto a la mujer el trayecto es mucho más escarpado y duro: después de todo, hasta hace menos de un siglo las mujeres ocupaban un papel secundario en la sociedad de cualquier país del mundo. La mayoría no podía votar, ejercer derechos económicos, disfrutar de libertad personal o incluso, decidir sobre su cuerpo. Las transformaciones sobre la identidad femenina son de data reciente y la mayoría de ellas aún atraviesa una etapa de construcción muy temprana: buena parte de las ideas que promulga la tercera oleada del feminismo se encuentran en pleno debate y forman parte de un imaginario más amplio a nivel cultural de lo que podemos sospechar. Pero, ¿es suficiente esa justificación para la actitud ambivalente y la mayoría de las veces crítica que un considerable número de mujeres tienen con respecto al feminismo? Mi amiga piensa que sí.
—La mayoría de las mujeres de esta generación disfrutan del trabajo de las feministas aunque no lo sepan —me explica—, disfrutan de independencia personal, económica, profesional. Son individuos que pueden aspirar a una serie de reivindicaciones que serían impensables en otras épocas. Pero para las mujeres actuales esa idea es poco menos que brumosa.
—En otras palabras, denigran del feminismo al mismo tiempo que disfrutan sus victorias —protesto. Mi amiga suelta una carcajada amable.
—Suena tramposo pero en realidad se trata de movimientos históricos naturales: todos somos herederos de una serie de reivindicaciones de todo tipo que son frutos de procesos sociales y culturales en los que no participamos y que ahora mismo podríamos criticar. La revolución francesa e industrial, el academicismo… hay una serie de ideas que se construyen sobre los escombros de otras. Y disfrutamos de sus consecuencias.
—¿Y qué ocurre con el feminismo?
—Se trata que aún hay muchísimos mitos, prejuicios y distorsiones sobre lo que una feminista es… y sobre la mujer en general —me explica— lo que quiere decir que como toda vanguardia histórica de data reciente, aún está en plena construcción. De manera que de vez en cuando hay que aclarar, ordenar y sobre todo, ofrecer ideas concretas sobre lo que el feminismo es y puede ser. Una forma de elaborar planteamientos específicos sobre el tema.
Me preocupó la perspectiva. ¿A casi la tercera década del siglo XXI y todavía es necesario aclarar lo necesario que es un movimiento inclusivo que intente reducir la desigualdad entre géneros? La pregunta tiene cierto tono remilgado e incluso romántico y me molesta formularla en voz alta. Pero, aun así, me permite aclarar lo que pienso sobre el tema. Comprender los alcances de esa inquietud que me provoca el rechazo que suscita el feminismo, como concepto y movimiento. No es fácil desmontar siglos de la convicción en que cada mujer y hombre del mundo tiene un lugar en la cultura que es inamovible y, en ocasiones, incluso dolorosamente inevitable. No es sencillo mover las piezas del mecanismo de la sociedad hacia una región por completo nueva y en especial, que suele contradecir esa abstracción que llamamos normalidad. De modo que sí, el feminismo es antipático, es una afrenta a una versión sobre la realidad que no incluye la diferencia, es un espacio anómalo para una cultura que se sustenta sobre la repetición incesante de ciclos idénticos acerca de la identidad.
La feminista lucha, batalla, busca un lugar nuevo. Abre espacio para todas las mujeres que avanzan para encontrar su forma de expresar ideas profundas y poderosas acerca de su manera de ver el mundo. ¿Cómo se comprende algo semejante en la actualidad? ¿Cómo se estructura cuando se analiza como parte de algo más grande? Se trata de una transición entre lo que fue la forma de mirar a la mujer y una nueva, por completo novedosa y sin duda, poderosa por capacidad para crear una mirada renovada sobre el individuo, más allá de su género y en especial, el prejuicio social que le acompaña.
En una ocasión, alguien me insistió en que ninguna mujer debería ser feminista porque es una «forma de insulto» a su identidad femenina. Pienso a veces en esa frase cuando redacto artículos sobre los derechos de la mujer, mientras participo con mis ideas y mi punto de vista sobre nuevos escenarios que incluyan a la inclusión y equidad como un tema de enorme relevancia, cuando me enfrento a la exclusión y discriminación de todas las maneras que puedo. Y creo que es justamente esa percepción sobre la normalidad trastocada e «insultada» lo que me anima a continuar luchando como lo hago. Lo que me inspira a continuar. Una pequeña batalla diaria, una forma novedosa de comprenderme a mí misma.