El hombre que casi conoció a Nacho Vegas
Miles, cientos de miles de nosotros pasamos el día resistiendo una presión insoportable, algo que no vivieron nuestros padres.
A las 9 de la noche sonó el móvil en la cocina. Carolina y yo bebíamos vino en mitad de la semana. Al otro lado Mica habló desde el borde de algún precipicio, y lo entendimos porque nosotros estábamos mirando al vacío desde otro. Nos contó lo que veía en ese abismo y nos dijo que llevaba un año cantando El hombre que casi conoció a Michi Panero. Teníamos que cantarla juntos. Nos despedimos alegres y tristes, montados en esta puta montaña rusa emocional a las que nos vemos abocados cada mañana, tal vez por eso cada noche abrimos una botella de vino o lo que cada uno abra en su casa. Nos han robado el calmante universal que son los bares, así que habitamos las cocinas mucho mejor de lo que el hombre de hoy habita el mundo.
Paso las noches en el sofá. En la ventana pequeña del mirador se encaja cada noche Venus. Va desplazándose verticalmente. He aprendido a calcular la hora según su encuadre en la ventana. Debería ser bonito pero es una asquerosa muerte por segundos en medio de insomnios llenos de fantasmas. Las noches fragmentadas, el brillo de la Tablet, el libro que se lee solo, porque yo paso páginas pensando en otras cosas. Demasiadas cosas, demasiadas cosas, el horror. El puto horror.
Días de tensión eléctrica compartida. Antes explotábamos. En un despacho o en una fábrica una pelea era analgésica, se llevaba parte de la presión. El estado de hiperconsciencia en el que estamos sumidos nos hace frenar, moderar nuestra agresividad y exacerbar estúpidamente nuestro entusiasmo. Estamos viviendo una vida emocional al dictado de las autoridades sanitarias.
Fernando me habla de ansiedad mientras viajamos hacia el noroeste. Vivimos en la ansiedad. La ansiedad es un país mucho más real que España.
Cuando volvemos a casa entramos en el cocoon que hemos construido durante estos meses. Es un refugio, al cerrar la puerta acaba un ciclo y comienza otro. Egos ensimismados frente al televisor y las pantallas deslizando el dedo para acallar un dolor que no es fácil contar, aunque el otro también lo sufra. Es un dolor inconfesable porque no hay nada físico que nos dañe ni un enemigo visible, solo que pasear por el filo del abismo es como andar descalzo sobre una cuchilla de afeitar.
Ni siquiera es una depresión este estado, es el síndrome del calzador, la instrumentalización de nuestro estado de ánimo por un bien mayor, por la superior causa de mantener los dientes apretados mientras todo tu mundo se derrumba y te ves abocado a la ruina con miles de músicos, artistas, actores, técnicos, galeristas, agentes… La lírica de todo esto es mediocremente dañina.
Miles, cientos de miles de nosotros pasamos el día resistiendo una presión insoportable, algo que no vivieron nuestros padres. En letras de neón refulge en nuestro interior la palabra FRACASO e ilumina el abismo. Entonces vemos que abajo no hay final.
Es tiempo de recapitular, dice Nacho Vegas, que escribió la canción antes de toda esta mierda y lanza imágenes evocadoras que han instalado la canción en mi iPhone en forma de bucle.
El ruido es atronador, pero dentro solo hay un angustioso silencio. Cuando veo El club de la lucha entiendo que Chuck Palahniuk ha estado aquí y David Fincher lo escenificó en los clubs de autoayuda que transita Jack porque la vida, aunque haga sol, se ha vuelto el interior de un centro asistencial con neones gastados y paredes de colores apagados. Es solo una forma de entender esto porque no hay referentes claros a esto que nos está pasando. Vivimos la pesadilla de la distopía: la ausencia de épica en cualquier opción que tomemos. Salga bien o salga mal, nadie hablará de nosotros ni de la guerra contra nadie que luchamos, la guerra contra nosotros o contra un todo que se viene abajo imperceptible pero inexorablemente.
El filo del abismo, de repente, se estabiliza. Pasan los días. Seguimos mirando abajo con nuestro neón interior. La desazón está ahí y el neón emite ese bzzzzz tenso que te vuelve loco, pero seguimos estando ahí.
Sigo tarareando la canción pero ahora repito el estribillo “mirad, las niñas van cantando shalalalala”. Voy casi gritándola por la calle con los cascos puestos. En los escaparates de las tiendas me veo reflejado y toco la guitarra invisible mientras grito “unos me llaman chaval, otros me dicen caballero”, y me da igual que me miren. Me da igual todo. No sé si es el exceso de presión o que todavía podría con un poco más.
La canción va cobrando el sentido completo cuando pasan los días y la presión sigue igual, y la amenaza de muerte es constante, y cuando la sensación de pérdida de libertad es aún mayor, y cuando el miedo al futuro es asfixiante, pero, contra todo pronóstico, empiezo a dormir.
Entonces me acuerdo de que una vez casi conocí a Nacho Vegas. Daba un concierto en Murcia y César Verdú nos invitó a Carolina y a mí a hacer los coros, pero Hugo era muy pequeño y no pudimos ir. Pienso en eso antes de dormirme en el filo de mi abismo pero hay algo distinto: ya no me asusta. Tal vez sea el paso de los días, tal vez sea el alcohol, quizá me he vuelto idiota pero ya nada me da miedo. Creo que me estoy haciendo inmune, que he aprendido a vivir con esta presión. Creo que me da igual el futuro porque si no me diese igual sería lo mismo. He asumido esto y el horror ha ido desapareciendo. Juego a las palabras encadenadas con mis fantasmas y luego lo convierto en sueños. No sé si he ganado yo o han perdido ellos, pero he dejado de sufrir, me meo en la ansiedad aunque a ella le de igual, y solo me apetece cantar a gritos con Mica El hombre que casi conoció a Michi Panero.