El gas natural no es transición
Recientemente, Gas Natural se reunía con el comisario de Acción por el Clima y Energía, Miguel Arias Cañete, para tratar una posible operación corporativa con Endesa. No es una cuestión poco habitual, por desgracia. Arias Cañete lidera el ranking de visitas y reuniones con lobbies de grandes empresas energéticas privadas. ¿Qué puede motivar estas reuniones en un contexto de urgencia climática y de transición energética?
Las multinacionales fosilistas necesitan tener un papel en este nuevo escenario. De lo contrario, perderían su nivel de influencia y control en un sector tan central como el energético. Así que quienes han sido y son hoy responsables de la mayor fuente de emisiones de gas de efecto invernadero pretenden vender la solución al cambio climático. ¿Cómo? Con el combustible fósil amigo del clima, un oxímoron en toda regla. Se trata del gas.
El mal llamado gas natural cada vez adquiere más protagonismo en la legislación energética europea y en los planes de la Unión de la Energía. Bajo el pretexto de que produce menos emisiones de CO2 que el carbón o el petróleo, se justifica su implementación en nombre de la lucha contra el cambio climático.
Pero, ¿se puede luchar contra el cambio climático con más combustibles fósiles? Evidentemente, no. Según datos del IPCC, las emisiones de dióxido de carbono procedentes de los combustibles fósiles y de la industria deben descender hasta alcanzar cero a mediados de siglo.
Sin embargo, el metano, componente principal de este gas fósil, tiene un efecto de calentamiento global 86 veces superior al CO2 en sus primeros 20 años en la atmósfera. Metano que no sólo se libera a la atmósfera en su combustión, sino también en las inevitables fugas que se producen durante los procesos de extracción, licuefacción y transporte.
Tanto es así que, según los estudios del prestigioso profesor Robert Howarth, de la universidad de Cornell, si se tiene esto en cuenta, el gas del fracking tendría un efecto sobre el calentamiento global peor que el carbón y el gas convencional andaría casi a la par de este último.
Habiendo creado ya un amigo (el gas) para un loable objetivo (luchar contra el cambio climático), la estrategia gasística sólo necesita ahora un enemigo: éste es, sin duda, la inseguridad e inestabilidad del suministro.
A pesar de que la Unión Europea es una gran dependiente de los combustibles fósiles y del gas, la producción es muy baja. La mayoría del gas fósil es importado desde Qatar, Argelia y, por supuesto, Rusia (en torno al 40% del total de las importaciones).
Tras el conflicto de Ucrania, el suministro desde Rusia se ha vuelto inseguro y proporciona a este un gran peso en el equilibrio geoestratégico, algo complicado en el actual contexto de tensiones internacionales.
Con el argumento de la necesidad de diversificar las fuentes, la UE está promoviendo la construcción de nuevas infraestructuras de transporte del gas fósil a través de la concesión de los llamados Proyectos de interés común, denominación que facilita la otorgación de fondos europeos como el CEF (Connecting Europe Facility).
El buque insignia de esta estrategia es el Southern Gas Corridor, un megagaseoducto desde Azerbaiyán a Italia con un presupuesto de 45.000 millones de dólares y un recorrido de más de 3.500 kilómetros, que ha recibido un gran apoyo de Bruselas pese a la denuncia de organizaciones pro derechos humanos por la situación en que se encuentra Azerbaiyán, conectando a la Unión Europea con la violación de derechos humanos vía tuberías y barco metanero, como ya pasa con Argelia o Qatar.
En la disputa por estos fondos entra con un papel muy activo el lobby del gas español apoyado por el actual Gobierno. A pesar de que las centrales de ciclo combinado de España funcionan sólo al 17% de su capacidad, se pretende construir una nueva interconexión gasista con Francia (el MidCat, para convertir a España en la entrada del gas argelino a toda Europa vía Cataluña) y una nueva interconexión con Portugal (puerta de entrada del gas africano y potencialmente también el americano si prosperan el TTIP y el CETA).
Definitivamente, el proyecto de la Unión Europea para el futuro energético huele a gas y a factura cara. Los costes de estas infraestructuras construidas en base a las continuas predicciones infladas del consumo de gas por parte de la Comisión Europea lo pagamos con el bolsillo común.
Por otro lado, nos dejan anclados a infraestructuras que funcionarán durante unos 30 años de media, postergando la transición energética. La verdadera soberanía energética para la UE viene más de la mano de las renovables y de la eficiencia energética que del gas.
Por este motivo, hoy jueves 22 de junio organizamos en la oficina del Parlamento Europeo de Madrid una jornada internacional sobre la implantación del gas en España y Europa, para poner en la agenda de la sociedad la silenciosa estrategia para promover este sucio combustible fósil.