El festival de ópera de Múnich o el buen arte efímero es tendencia
Ahora que todas las ciudades se parecen. Donde los bares y los restaurantes, y las comidas que se pueden comer en ellos, en poco las diferencia. Y las cadenas de tiendas globales, incluidas las del lujo, han estandarizado el aspecto de las principales vías comerciales, incluso de los mercadillos populares. Ahora es cuando la diferencia entre una ciudad y otra la marca su tejido artístico. La calidad de las obras que atesora y/o que produce y todos los profesionales que lo crean, comercializan y vehiculan en dicha ciudad. Entenderlo les da una ventaja competitiva frente al resto porque si dichos profesionales son de calidad, producen obras que las convierten en polos de atracción de turistas, aunque no solo. Más, cuando ese arte es fundamentalmente efímero, como sucede con todas las artes escénicas, porque aunque puedan girar y adaptarse a distintos espacios, estarán realmente pensadas para ser vistas y oídas en el lugar en el que fueron creadas.
Este es el caso de la ciudad de Múnich. Ciudad estrechamente relacionada con la creación del partido nazi alemán, donde los verdes últimamente han ganado las elecciones europeas, a los que han votado el 21% de su millón y medio de habitantes. Capaz de atraer todos los veranos a miles de personas de todo el mundo gracias a su festival de ópera. Disputándole el trono operístico entre los verdaderos connaisseurs a las tradicionales Bayreuth y Salzburgo , incluso a la mítica Arena de Verona (mítica por su tamaño y por ser referente de la ópera italiana). Aunque, todo hay que decirlo, los locales se acercan todavía a las distintas propuestas con cierto aire provinciano, término descriptivo que, de alguna manera, lo confirma el uso de la típica chaqueta bávara por parte de muchos hombres y de algunas mujeres que asisten a las representaciones. Chaqueta bávara que no son capaces de quitarse por mucha marca y coche de lujo que ocupe sus calles.
Pues bien, esta es la crónica de la asistencia a ese festival para ver tres reconocidas óperas. La La fanciulla del West de Puccini, obra que a pesar de la popularidad de su autor se representa poco; Los maestros cantores de Núremberg de Wagner, opera que se estrenó justamente en esta ciudad, obra en la que se canta a lo alemán y auténtico; y Agrippina de Händel, en la tendencia actual de recuperación de óperas barrocas que justamente comenzó en la ciudad de Múnich hace unos doce años. Óperas que se representan un día tras otro a teatro lleno, lo que pone de manifiesto la potencia y calidad de todos y cada uno de los artistas que atesora la ciudad y que atrae a otros tan buenos como ellos, acrecentando su capacidad y la de sus instituciones artísticas para crear, ¡y cómo! No porque las tres óperas, una vez vistas y oídas, sean redondas. Sino porque dichos equipos son capaces de afrontar la dificultad que suponen y tener un resultado satisfactorio, al menos desde el punto de vista del espectador.
Un espectador que aplaude a rabiar en Los maestros cantores de Núremberg a pesar de que el anunciado Jonas Kaufmann, el tenor más popular del momento, lo que antes podría ser Plácido Domingo, ha cancelado las representaciones veraniegas y el cantante que le sustituye hace lo que puede. Un aplauso aun mayor cuando sale Kirill Petrenko, el director musical de la obra y del teatro. Aplauso que desde el punto de vista crítico se vive inmerecido por la irregularidad del montaje tanto en lo escénico como en lo musical. Pues no hay quien se crea que hoy en día un padre daría a su hija en matrimonio a quien ganase un concurso musical, como los de la tele, que es la idea de la que parte el director de escena para contar esta historia de amor entre dos jovencitos, apoyada por el maestre del lugar, un zapatero, y amenazada por un viejo que reclama la mano de la dama por el estatus que ocupa en la comunidad. Tampoco la orquesta destaca y, aunque va mejorando a medida que sucede la representación, no suena como un conjunto sino como un grupo de muchos instrumentos, que es verdad que suenan bien, muy bien. No se puede negar que los cantantes saben cantar y los músicos tocar, pero no interpretar. De tal manera que lo que se oye y se ve parece más una acertada solución feliz a los retos que supone la obra, que una verdadera propuesta para entender lo que escribió y compuso Wagner.
Esta idea de solucionar un montaje se diluye bastante en La fanciulla del West, aunque esa necesidad de solucionar persiste. Obra de fronteras que en plena fiebre del oro muestra a una mujer rodeada de hombres a los que tiene a raya. Mujer que por cómo canta y cuenta la soprano Anja Kampe, y toca la orquesta, aún mantiene la virginidad, esperando a un príncipe azul al que dársela. Príncipe que llegará en forma de un bandido malote al que el tenor Brandon Jovanovich por presencia, actitud y voz da muy bien en escena. Pareja a la que el director, en el segundo acto, mete en un reducido cubículo, la casa de ella que más bien parece una caravana de las de ahora, creando la intimidad necesaria para el amor en un entorno frío, oscuro y violento que no invita a la delicadeza, sino a apropiarse de todo por la fuerza. Es a partir de ese segundo acto donde todo adquiere el sentido musical que tiene la partitura. Donde suena esa música que en su estreno, a principios del siglo XX en el Metropolitan de Nueva York, a los norteamericanos no les sonó a Estados Unidos como sí que nos suena a los europeos, tal vez porque la dirige el estadounidense James Gaffigan. Y eso que a ellos se lo montaron con caballos de verdad en escena.
La traca final llegó con Agrippina. Obra que se estrenaba para el festival, no como las otras dos que eran reposiciones de las que se habían visto esta temporada (la fanciulla) o temporadas anteriores (Los maestros cantores). Sin duda alguna esa traca se debe a la complicidad que existe entre el director musical, Ivor Bolton (también director musical del Teatro Real), y el de escena, Barrie Kosky. Ambos se dan la libertad que exige una obra barroca como esta. Una obra de intriga palaciega en la que la reina juega todas sus cartas para que su hijo, Nerone, que lo es de un matrimonio anterior, se convierta en el sucesor del emperador Claudio, a pesar de que este tiene su propia descendencia. Mientras el resto de la corte y de los más allegados, incluidos hijo y marido, juegan haber si pueden meterse entre las faldas de las cortesanas.
Que la belleza de la música barroca y sus recitativos combine a la perfección con el vodevil de intrigas palaciegas pensado para la escena habla de la inteligencia de sus dos artífices. Del fructífero diálogo que se produce entre música y escena. Y que nadie se equivoque. Es un diálogo pensado en lo puramente teatral. Es decir, en dar vida sobre el escenario, y no en el foso orquestal, a una ridícula historia humana. Una de esas en las que, cada uno a su nivel, se empeña y empeña todo lo que tiene sin calibrar muy bien las consecuencias para quien lo consigue a base de malditas estrategias. Es esa alegre libertad para contar, la que llena de alegría a una orquesta y a unos cantantes que saben que esto, lo de la ópera, es un juego al que hay que jugar en serio aunque hay que saber tomárselo a broma. Actitud que levanta al público nada más terminar la función y los mantiene casi diez minutos en pie y aplaudiendo.
Son estas oportunidades efímeras, relacionadas con los equipos artísticos, las que han dado lugar a una tendencia. La tendencia de viajar para ser parte de lo efímeramente bueno como las que propone la agencia de Viajes Mundo Amigo. Viajar a lo grande pues lo que se va a ver caducará en poco tiempo y hay que celebrarlo el poco tiempo que dure. Ocupar buenos sitios. Alojarse en buenos hoteles. Hacerse acompañar por los que saben para poderlo apreciar más y mejor, como Luis Gago, el reputado crítico musical de El País. Y beberse una, dos, tres óperas o las que caigan disfrutando de su color, su olor y su sabor en buena compañía. Y, a ser posible, dejar que el teatro musical europeo por excelencia, es decir, la ópera, gracias a sus equipos artísticos nos haga más humanos, menos bestias.