El estado de las recentralizaciones
Al imponer las provincias para controlar la pandemia, el Gobierno central se decantó por una estructura política y no por una sanitaria o técnica.
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Primero actuaron (más bien no hicieron nada) como si el coronavirus no fuera capaz de cruzar fronteras. Como si pensaran que China quedaba muy lejos (y quizás el virus era amarillo). Más sorprendente fue que un poco más tarde, aunque Italia está muy cerca, confiaran que su frontera era impermeable al virus.
De pronto cambiaron de opinión y el Gobierno central se puso a repetir, dale que dale, que «el virus no entiende de fronteras», a pesar de que era evidente que la epidemia tenía diferentes velocidades según la zona y mostraba que el Estado español era un país heterogéneo y diverso.
Después de pensárselo mucho, decidieron que sí las tenía y que eran provinciales y de inspiración francesa. Impuestas en 1833 y emblema del centralismo más absoluto, desdibujaban los reinos históricos. El ministro de Sanidad, Salvador Illa, lo anunció así: «En nuestra propuesta, la provincia es la unidad de referencia del desconfinamiento»; que suena a «unidad de destino en lo universal», aquella definición franquista de España que se estudiaba en la asignatura Formación del Espíritu Nacional.
El caso es que desde la Constitución de 1978 hay superpuestas dos divisiones territoriales, la de las comunidades autónomas y la rémora de las pervivientes provincias. Son provinciales las circunscripciones electorales para las elecciones al Congreso y al Senado, la administración periférica (!) del Estado (subdelegadas y subdelegados que dependen de la Delegación de Gobierno en cada comunidad) y las muy bien dotadas diputaciones provinciales.
Hay que hacer un inciso y recordar el horror de los omnipotentes gobernadores civiles (provinciales) durante el franquismo. En el País Vasco, donde las provincias coinciden con los territorios históricos, se difuminan y no producen quizás tanto rechazo como en Cataluña, donde en 1936 el geógrafo Pau Vila propuso una división en nueve veguerías. Hablo de la gente en general —o al menos de una parte—, la misma que se siente injustamente tratada cuando se dice que ahora Barcelona es tan provinciana; el adjetivo es especialmente cruel e hiriente. No hablo de la hipócrita clase política catalana incapaz de dotarse de una ley electoral propia y a la que no hace ningún asco apoderarse de las diputaciones y repartírselas sin cuestionarlas, sino del sentimiento y de la memoria de mucha gente.
Al imponer (en cierto modo resucitar) las provincias para controlar la pandemia, el Gobierno central se decantó por una estructura política y no por una sanitaria o técnica, ello muestra que no cree que las comunidades autónomas sean una organización territorial propia de la Estado. Sólo hay que recordar el siniestro papel de Josep Enric Millo —el rey del Fairy—, delegado del Gobierno en Cataluña desde 2016 a 2018 para darse cuenta de que la organización provincial tiene un innegable peso político y que el mango lo tiene el Gobierno central; y las comunidades autónomas, un estorbo que hay que suprimir en cuanto puedan (un poco como aquellos maridos condescendientes —espero que en proceso de extinción— que «dejan hacer» a sus mujeres a menos que se tenga que decidir algo importante, el Gobierno central llegó a decir que las comunidades propongan y si es razonable...). Lo sabíamos de toda la derecha; el PSOE lo ha dejado muy de manifiesto otra vez y Unidas Podemos se ha subido al carro. Pedro Sánchez tiene la pachorra de decidir y anunciar los sábados lo que se hará y, un día después, los domingos, lo explica o lo dicta a las presidencias autonómicas. Reunión inútil: ya lo vieron el día antes en la tele.
Hay quien defiende la recentralización y el «mando único» amparándose que así se evitan disparates como los que perpetraría Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid. ¿Qué pasaría en EEUU si Donald Trump pudiera decidir por gobernadoras y gobernadores? No sé si dirían lo mismo.
Es totalmente coherente que el «mando único» (o el «ordeno y mando») compareciera aderezado de militares llenos de entorchados y medallas (¡poca broma!) y que el vocabulario se adecuara a ello. Dejando de lado el impropio e inadecuado lenguaje militar, se utilizan habitualmente expresiones como «el Ejecutivo emite una orden», «el Gobierno debe imponer», «dicta una instrucción», etc., que contrastan fuertemente con las noticias que vienen de Alemania, «El Gobierno alemán pide a los lander que sean ‘cuidadosos’ en sus planes de desconfinamiento», o la reiterada utilización de los verbos «pactar» y «colaborar».
Claro que estamos hablando de un país federal y realmente descentralizado. ¿Se acuerdan de los escandalizados aspavientos que hubo cuando para empezar a descentralizar se decidió trasladar a Barcelona la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones? Finalmente el Supremo anuló su traslado en 2006. ¿O el desprecio a la decisión del tribunal de Schleswig-Holstein respecto a Carles Puigdemont porque procedía de un tribunal «regional»?
Pues bien, mientras la capital política de Alemania es Berlín, Frankfurt es la capital económica: allí hay la principal bolsa de país, la sede del Banco de Alemania y la del Banco Central Europeo. El Tribunal Constitucional y el Tribunal Federal de Justicia están en Karlsruhe, otros tribunales tienen su sede en Munich, en Erfurt, en Kassel, en Leipzig... En Colonia radica un organismo europeo, la Agencia Europea de seguridad Aérea (AESA). Aquí, el Instituto Español de Oceanografía tiene su sede en Madrid.
En este aspecto tampoco es deseable volver a la «normalidad»; en este caso, también la normalidad es el problema.