El espejo que sonríe en una época insatisfecha
Todas las mujeres de nuestra época, alguna vez se ha mirado al espejo para comprobar tiene el suficiente maquillaje, el peinado correcto, la ropa de moda.
Hace unos días, Pilar Rubio, esposa del futbolista Sergio Ramos, protagonizó una extraña discusión en redes sociales: tras el nacimiento del segundo hijo en común, los padres compartieron una fotografía en la que Pilar lucía maquillada y radiante. De inmediato, un aluvión de críticas le acusó de “romantizar” un duro proceso físico como es el parto, y no faltaron las voces que acusaron a la presentadora de “ser un producto del patriarcado”. Al final, lo que debió ser una estampa idílica de un momento irrepetible, se convirtió en objeto de burla, opiniones encontradas y, cómo no, de controversia.
Lo más extraño del caso es que no es la primera vez que Rubio recibe críticas…pero no por usar maquillaje, sino justamente lo contrario. Unos años atrás, la figura pública española recibió un aluvión de comentarios cada vez más violentos y críticos por mostrar el rostro limpio durante unas vacaciones familiares. Entre los señalamientos, varios usuarios de Instagram se burlaron de su –supuesto– abuso del botox, de “lucir por completo distinta sin maquillaje” y al final, porque Rubio simplemente se mostró al natural. Entre una y otra fotografía –la del parto y los días libres familiares– hay un único hilo conductor que resulta preocupante y cuando no, doloroso: la constante exigencia sobre la imagen y el aspecto físico de una mujer.
Por supuesto, se trata de una mujer pública, pensará el hipotético lector. Se debe a una imagen y se expone a situaciones semejantes. Lo cual es parcialmente cierto, sin duda. No obstante, la obsesión –retorcida y en ocasiones perversa– por cómo luce una mujer no se detiene en los rostros populares, en las grandes actrices, estrellas y figuras de redes sociales, sino también, en las mujeres anónimas. Para bien o para mal, nuestra cultura hace un insistente y casi siempre cruel hincapié en el aspecto físico de la mujer. La apariencia de una mujer nunca es suficiente: siempre es menos de lo que satisfactorio o exagera. Siempre ofende, es motivo y centro de crítica. Siempre está en el centro de una presión insistente que se hace cada vez más sofocante.
Decía Susan Sontag que “no está mal ser bella, lo que está mal la obligación de serlo”. Esa frase me obsesionó por años. Pasé toda mi adolescencia sintiéndome muy inadecuada, muy extraña, poco agraciada. Estudiaba en un colegio solo de niñas y desde muy pequeña asumí dos ideas: La belleza tenía unas medidas, colores y formas determinadas. Y yo no las tenía. Era muy delgadita, con cabello abundante y rizado, pálida y pecosa. Ningún peinado de moda me lucia bien y mi cutis pálido no parecía agradarle a ninguno de los chillones maquillajes de esa adolescencia radiante de principio de la década de los noventa. Me sentía constantemente incómoda, extrañamente aislada en mi singularidad. Lo peor era que no comprendía bien que sucedía conmigo. ¿Por qué la belleza — o no tenerla, en todo caso — me importaba tanto? ¿Qué exactamente lo que me hacía sentir tan pequeña, herida al mirarme en el espejo?
Me lo pregunto al hacerlo. Me miro al espejo con atención. No soy Pilar Rubio –y estoy lejos de tener su apariencia– pero también me han menospreciado, señalado, criticado por la manera en que luzco. El poder se manifiesta de muchas formas. La belleza no es una percepción consistente. Es una alegoría. Pero como alegoría sigue siendo poderosa, una percepción idónea sobre la identidad colectiva. Cuando era muy jovencita, el tema del aspecto físico me abrumaba por incomprensible o, al menos, por no tener control sobre él. Eran tiempos complicados: la adolescencia por lo general lo es, pero además crecía en un país adicto al brillo y a la lentejuela, a las curvas abundantes, a la mirada masculina. Rodeada de muchachas de mi edad que no podían ser más distintas a mí misma, ¿por qué no podía comprenderlas? Una sensación agria, porque realmente quería hacerlo, deseaba pertenecer. ¿Y quién no?, pienso ahora, a la distancia, cuando pienso en esos años difíciles y angustiosos, en esa sensación perenne de intentar encajar en el entramado de las cosas que deben ser, sin lograrlo. Me miraba en mis fotografías con una profunda ansiedad: los ojos negros, el cabello oscuro y alborotado, la boca grande y sin forma. ¿Quién era? Me preguntaba mirando la muchacha del espejo. La que no era rubia ni tenía el cabello liso, la que no llevaba maquillaje, ni tenía un abundante y juvenil escote. ¿Quién era? La respuesta era complicada, quizás porque no existía. Había algo agotador en ese cuestionamiento constante, en esa inquietud de mirarte al espejo buscando lo que no tienes. ¿Por qué quería ser distinta? ¿Por qué necesitaba serlo?
Terminé la secundaria siendo casi una niña. Tenía apenas quince cuando comencé en la universidad. Seguía siendo bajita, flaquita, greñuda y pálida. A veces me miro en la fotografía con mis compañeras de promoción: todas ellas llevando maquillaje, el cabello teñido, siendo pequeñas mujeres que sonríen porque sabe que lo son. A su lado, con la melena alborotada domada y un sencillo vestido negro, me veo más aniñada que nunca. Más angustiada por no llevar zapatos de tacón alto, las uñas esmaltadas y esa belleza de mujer experimentada. A lo sumo, llevo un disfraz de nínfula torpe: con los ojos muy maquillados de negro, mi aspecto es el de alguien muy incómodo, muy fuera de lugar. Exactamente como me sentía.
Por supuesto, en la universidad las cosas cambiaron radicalmente. Con la libertad recién descubierta encontré que mi necesidad de pertenecer se transformó en otra cosa: la necesidad de comprenderme. Era muy joven aún para disfrutar a plenitud del campus, de esa sensación de redescubrimiento que te brinda la independencia intelectual, pero comencé a tener otra perspectiva de las cosas. Una aceptación de mi propia identidad que nunca había conocido. Tal vez se debía al simple hecho de estar rodeada de desconocidos, pero mi aspecto físico dejó de preocuparme. O, mejor dicho, me miré de otra manera. Recuerdo ese alivio que experimenté cuando a nadie pareció importarle si mi cabello era rizado o liso, o si era muy delgada o comenzaba a ganar kilos. La presión era académica y aunque subsistía la estética, yo podía decidir si la aceptaba o no. O, mejor dicho, dejé de aceptarla y me dediqué a cuestionarla. Un buen cambio, sin duda. Una manera de asumir mi identidad desde otra perspectiva: la propia.
Porque se trata de eso, ¿verdad? Mirarte a través del cristal ajeno. De allí nace esa extraña sensación de no comprender el mundo, de no mirarlo de manera clara. No lo miras desde tus ojos, tus conclusiones. Intentas amoldarte a otras. Esa idea me hace recordar cuando era niña y no me interesaba jugar con la célebre protagonista de la infancia femenina: La muñeca Barbie. Tenía una buena colección — por extraño que parezca, mi madre es fanática de su pequeño mundo rosado — pero en lo particular, nunca supe muy bien qué hacer con la muñeca. Me asustaba un poco, de hecho, la sonrisa congelada, el cuerpo articulado y desnudo, lo mudo que resultaba. De manera que prefería jugar desarmando y armando relojes, escribiendo en la vieja máquina escribir de mi abuela cuentos de terror que solo leía yo y tomando fotografías borrosas con mi vieja cámara Kodak. Y Barbie continuaba allí, vestida y bien peinada, representando esas cosas que nunca entendí muy bien pero que parecía todo el mundo sí. Los vestidos llamativos, el cabello en melena rubia de nylon cayéndole sobre los hombros diminutos. ¿Y si no eres así?, me pregunté más de una vez.
Todas las mujeres de nuestra época, alguna vez se ha mirado al espejo para comprobar tiene el suficiente maquillaje, el peinado correcto, la ropa de moda. Todas las personas que han crecido bajo esta cultura vanidosa, obsesionada con la apariencia del otro, han tenido miedo del rechazo, de la exclusión silenciosa, del señalamiento y el estigma. Y todos debemos lidiar a diario con el hecho que la forma en que lucimos es una experiencia de poder a la que dedicamos una considerable cantidad de tiempo. De modo que no es fácil sonreír al espejo. Comprender que la imagen es una consecuencia a la presión, que liberarse de ella lleva esfuerzo y trabajo. Me pregunto entonces, con amabilidad y con enorme satisfacción, si la niña que fui, esperaba ser la mujer que soy. La que puede hacerse esas grandes preguntas en voz alta, la que puede asumir que su cuerpo y su rostro le pertenece, a pesar de la presión, el miedo y la angustia. La sonrisa se hace más amplia, radiante. Porque creo que la respuesta es sí.