El escarnio de la ignominia
Con este tipo de ofensa se busca que la persona sienta vergüenza del acto que ha cometido.
Se conoce como ignominia una ofensa pública que sufre la dignidad o el honor de una persona, y que supone el descrédito y la pérdida de respeto por parte de los demás. Etimológicamente procede del latín y significa “pérdida del nombre” –de in nomen, sin nombre—, dando a entender que se trata de una acción deshonrosa y vergonzosa.
Entre los romanos la ignominia era una de las acusaciones más graves a las que se podía enfrentar una persona, en especial si se trataba de un militar. El castigo tan sólo podía ser impuesto por los censores y, en muchas ocasiones, consistía en llevar el ceñidor militar flojo —de forma afeminada— o ser uno de los primeros en atacar una fortificación enemiga.
En algunos casos los romanos procedían también a la Damnatio memoriae, que consistía en que a la muerte de una persona se condenaba su recuerdo retirando o destruyendo sus imágenes, así como borrando su nombre en todas las inscripciones donde figurara.
Veit Stoss (1447-1533) aparece con letras doradas en la Historia del Arte, ya que es uno de los escultores más importantes de toda la historia. Vivió y trabajó durante más de veinte años en la ciudad polaca de Cracovia, donde dejó una huella imperecedera. Allí realizó el famoso altar de Santa María, el que es considerado el retablo gótico más grande del mundo. Tal es así que Pablo Picasso lo consideraba la octava maravilla.
Una vez terminada su gran obra, Veit Stoss se trasladó hasta Nuremberg en donde fijó su nueva residencia, y en donde, algún tiempo después, copió el sello y la firma de un contratista.
Cuando el fraude fue descubierto, las autoridades lo consideraron una ignominia impropia de un hombre de su estatus intelectual, por lo que fue condenado a ser abofeteado en público en ambas mejillas y a la prohibición de salir de la ciudad de Nuremberg sin permiso.
A finales del siglo XIX, Francia tuvo uno de los juicios más mediáticos de toda su historia. Un militar de origen judío —el capitán Alfred Dreyfus— fue acusado de alta traición a la patria por proporcionar información secreta a los alemanes. Corría el 5 de enero de 1895 cuando en una ignominiosa ceremonia pública fue desprovisto de todas sus insignias militares y se procedió a romper su sable de oficial.
Al parecer, la única prueba que las autoridades tenían en su contra era una vaga similitud entre su letra y una breve anotación anónima (bordereau) que había en una hoja encontrada en la embajada teutona en París. Tras un juicio rápido, durante el cual Dreyfus defendió una y otra vez su inocencia, fue recluido en la isla del Diablo, en la Guayana francesa.
Su familia, convencida de que las pruebas habían sido manipuladas debido a su condición de judío, trató por todos los medios de reabrir el juicio. Sin embargo, todos sus esfuerzos fueron vanos: Francia al completo creía en su culpabilidad.
Afortunadamente la situación cambió cuando Emile Zola, que se encontraba en la cumbre de su carrera, escribió un artículo en la primera página del periódico L`Aurore titulado “Yo acuso”. Estaba dirigido al presidente de la III República y allí detallaba todas las irregularidades que se habían producido en el caso Dreyfus.
Este artículo supuso un punto de inflexión, consiguió dividir a la sociedad entre “dreyfusards”, convencidos en la necesidad de un nuevo juicio, y “antidreyfusards”, defensores del ejército francés. Al final se impuso la cordura, la presión social consiguió que se reabriera el juicio, tras el cual Dreyfus fue declarado inocente.
Por cierto, en la isla del Diablo fue encerrado en el siglo XX el escritor francés Henri Charriere (1906-1973), más conocido como Papillon —en francés, mariposa— por un crimen que nunca cometió. Para defender su inocencia escribió un libro titulado Papillon —que ha sido llevado al cine con éxito en varias ocasiones—, en donde narra su encarcelación, sus intentos fallidos de fuga y, finalmente, su libertad.