El debate oculto de la pandemia
La paradoja es que ante las pandemias se pretenda responder con más localismo y no con más capacidad, más autoridad y más recursos.
En el origen fueron el miedo y la culpa. El miedo a lo desconocido y el temor a la ira de los dioses. La culpa y la expiación en las minorías de cada época: cristianos, judíos, heterodoxos, facciones, enemigos, no beligerantes, untadores...
Con la modernidad llegaron las causas basadas en las conclusiones de la ciencia y también el relato de las consecuencias derivadas de la peste. Las plagas, desde entonces, se han visto también a partir de sus consecuencias sobre las condiciones de vida, las revueltas y los cambios sociales y políticos. Aunque en menor medida se ha vuelto la mirada atrás, hacia sus antecedentes, condicionantes o determinantes como la pobreza, el hacinamiento, la ignorancia, la insalubridad, la discriminación o la desigualdad.
Ahora se ha abierto el debate sobre la covid-19, sus causas y consecuencias. Sobre su origen, la transmisibilidad, la mayor o menor virulencia y letalidad, y, sobre todo, sobre las respuestas de salud pública y política sanitaria. Unas respuestas que han ido de las dudas iniciales, desde China, luego a Europa, y ahora en América Asia y África, a la reacción, de la fracasada inmunidad de grupo a los intentos de contención para volver al drástico y más tradicional confinamiento y que ahora continúa con nuevas medidas de protección y separación física, con un rastro dramático de millones de afectados y cientos de miles de fallecidos con consecuencias graves y seguramente prolongadas en la vida económica, social y política de todo el planeta.
Una polémica que aún hoy continúa sobre el origen artificial del virus, aunque la evidencia científica lo haya atribuido a una zoonosis que ha saltado al ser humano, pero que ha sido aprovechada como una nueva oportunidad de continuar y ampliar el pulso económico, tecnológico, político y militar entre la vieja y la nueva superpotencia, al tiempo que para eludir las responsabilidades propias. Desde luego, la necesaria reflexión sobre la investigación científica, salvo la carrera actual por la vacuna, no tiene la misma prioridad. Porque incluso a estas alturas de época, no hay que desaprovechar una plaga para una nueva teoría de la conspiración.
Otras veces, la polémica afecta a la política internacional: la gobernanza sanitaria global y europea llevada a efecto por parte de la OMS y del ECDC, como estrategia de distracción o bien como continuación del ya largo pulso de la renacionalización frente a la globalización. La paradoja es que ante las pandemias se pretenda responder con más localismo y no con más capacidad, más autoridad y más recursos a disposición de los mencionados organismos internacionales de la salud publica.
Ya en nuestro país, la pandemia se ha aprovechado cínicamente para, al tiempo que se reconoce el esfuerzo sanitario, interrogarse de nuevo sobre la eficacia de los sistemas sanitarios públicos en relación a los privados, como si una crisis excepcional de salud pública sirviese para validar a los unos frente al otros. Aunque se haya vivido una situación aún más dramática en el modelo contrario, muy mayoritariamente privado de atención a la dependencia de las residencias de ancianos. Sometidos ambos: los sistemas de salud y dependencia a un test de estrés, sin que se hubiesen recuperado aún de la recesión económica y la crisis de lo público, utilizadas fundamentalmente por las derechas para los consiguientes recortes y privatizaciones.
Sin embargo, sigue aún pendiente el debate esencial de la fragilidad de nuestra salud pública entendida como inteligencia sanitaria, así como la incipiente coordinación socio sanitaria y el de la paulatina marginación de la atención primaria, en contraste con la potencia tecnológica y gestora de los servicios especializados hospitalarios.
En consecuencia, hoy ya no basta con la inyección presupuestaria comprometida para paliar los recortes y volver con ello al triunfalismo sanitario, sino que además de defender el modelo público es preciso abordar los mencionados cambios, la mayoría, y desde luego los principales, pendientes desde antes de la pandemia.
Más allá de lo sanitario, vuelve la polémica a recaer de nuevo sobre el funcionamiento de nuestro modelo de Estado, el autonómico, sometido a crítica, cuando no a enmienda de totalidad, como también ocurre con la Unión Europea, a lo largo de los últimos años, convertidos en comodines, en particular por parte de las posiciones identitarias de signos opuestos como el independentismo y la extrema derecha españolista, pero que vive en la tensión dialéctica de la centralización y la federalización, a lo que se añade su instrumentalización partidista para la oposición o el apoyo al Gobierno de turno.
Lo que hemos vivido en sanidad no es, sin embargo, un fallo del modelo descentralizado, que por otra parte es el que más se adecua a un servicio público como el sanitario, sino la carencia de liderazgo compartido del sistema sanitario representado en un Ministerio de Sanidad sin política sanitaria ni presupuesto desde las transferencias, y la falta una ley de salud pública, y con ello de inteligencia sanitaria pendiente desde la ley de Sanidad y paralizada desde la aprobación de la ley de salud pública, hace casi una década.
Pero nuestras discusiones patrias giran ante todo sobre sí mismas, como siempre en la endogamia, y muy en especial sobre las responsabilidades de gestión de los gobiernos central y autonómicos en la prevención y la gestión de la crisis. En España gran parte de la discusión gira en torno a un Gobierno inédito de las izquierdas, gestado en un contexto de crisis e inestabilidad política y de crecimiento de la extrema derecha, que arrastra consigo al conjunto de la derecha y que para ella se confunde implícitamente con el virus al que se intenta derrotar. Resulta significativo, cómo en tiempos populistas, que la crítica abarque desde la gestión al prejuicio sobre la ideología del Gobierno de coalición, y en mucha menor medida, sobre sus políticas. ¿Solo sobreactuación o además estrategia de desestabilización?
También ha surgido el dilema nada inocente que compara la supuesta eficacia de Estado autoritario ante una pandemia frente a los inconvenientes de la democracia deliberativa. Y es que hay quienes, de nuevo desde la ultraderecha populista, tan pronto se apuntan al modelo chino de confinamiento total como al modelo Trump de inmunidad de rebaño.
Sin embargo, raramente se analizan y se debaten las cuestiones de fondo con respecto a la covid-19, es decir: nuestros modelos ambiental, social y de movilidad, que aparecen habitualmente como hechos de contexto, pero que sin embargo han sido y son requisitos esenciales para la propagación de una pandemia que se transmite por gotas respiratorias. Porque antes del surgimiento de la covid-19 ya era habitual el contraste de posiciones sobre el impacto en la salud del colapso de la movilidad y la contaminación atmosférica en las grandes ciudades y la adopción de medidas de urgencia como el área de bajas emisiones denominada Madrid Central para intentar paliarlas.
También, mucho antes de la pandemia, se había venido hablando de la repercusión del turismo masivo en la llamada gentrificación y en la necesidad de reordenación de las ciudades y la preservación del medio ambiente. Y, asimismo, de un modelo de consumo de masas también explosivo e insostenible que incluye la deforestación, urbanización y explotación de nuevos territorios y de su fauna salvaje con lo que se aumentan exponencialmente las posibilidades de transmisión de zoonosis a humanos. Sin embargo, cuando se buscan responsabilidades y sobre todo alternativas frente a nuevas pandemias, éstas raramente van más allá de los tópicos temas de la capacidad de anticipación y de gestión de los poderes públicos. De nuevo, la gestión sin política. Un asunto, éste de los determinantes y condicionantes sociales y ambientales de las pandemias que sin embargo tiene sólidos precedentes: La pandemia de gripe de 1918 no se entendería sin la movilización de soldados norteamericanos a Europa en la primera Guerra Mundial. Ni las plagas y pestes anteriores sin las rutas comerciales o las expediciones bélicas o sin los gérmenes importados por los conquistadores a América.
Otro debate oculto, casi tabú, es de las desigualdades ante la pandemia, aunque sea evidente que no todos han sufrido los mismos riesgos ni las mismas oportunidades. No es cierto que la pandemia nos haga a todos iguales, como tampoco la muerte. De hecho hemos visto que hay barrios con alta densidad y movilidad que hacen a sus moradores más vulnerables, lo mismo que ha habido quienes como en todas las plagas han podido alejarse, confinarse en mejores condiciones o trabajar a distancia y quienes por el contrario la han pasado más hacinados o por sus oficios han permanecido en su puesto. También hemos vuelto a comprobar que la distribución de los hábitos de mayor riesgo para la covid-19, como la diabetes, la obesidad, el tabaquismo o la hipertensión se han distribuido de forma desigual en detrimento de los menos favorecidos.
Y hemos conocido también cómo el acceso a la sanidad y la equidad, incluso en un sistema prácticamente universal como el nuestro, ha sido diferente en función de la edad o el grado de discapacidad (en contra de cualquier principio ético y de derechos humanos), el centro residencial público o privado y, en definitiva, la clase social.
Entre las consecuencias de la pandemia, a parte del rastro de muerte y de una profunda crisis general, se apunta a la aceleración de algo que también venía de antes: la desglobalización, el pulso por la hegemonía entre las grandes potencias, la extensión de la distancia digital. En todo caso, nada está escrito y dependerá de nosotros separar el grano de la paja en la reflexión y poner la economía, la tecnología y la salud pública al servicio del ser humano.