El cinismo de las felicitaciones "reales"
Uf, ahora les ha dado a tod@s por el pastoreo, que no postureo, y por lo bucólico-campestre. Si normalmente eran ficticias y forzadas todas esas felicitaciones navideñas de un gremio, el de la sangre azul, ahora ya son directamente un tostonazo.
Personalmente y aunque soy MUY REPUBLICANA, me encanta la iconografía de las realezas. Al igual que soy agnóstica y me chifla la alegoría religiosa... acepto mis contradicciones. Pero los sellitos de ahora con esas familias azulonas en plan pastoril del de la María Antonieta de Le Petit Trianon, granjera y campestre, se han puesto de moda. Increíble, porque han sucumbido a ese postizo ruralismo hasta los Windsor, el colmo de la rigidez protocolaria y el esplendor de la realeza (mis favorit@s).
Aquí, es nuestro Estado, esa familia real tan cursi y cuadriculada, a pesar de los esfuerzos de la experiodista Letizia por no parecer lo que son, hacen senderismo unid@s y, jolín qué planazo, nos felicitan aunque nos importen un bledo. También y para regocijo de la ciudadanía, que ni un pelo de tonta, nos insisten Juan Carlos y Sofía. Separadísim@s desde hace siglos, odiándose hasta la última neurona añil, ella mirando a Utrera y él a Corinna, van, se juntan y Bon Nadal... No son esfuerzos, ni gestos. Son directamente burdas tomaduras de pelo.
En el Reino Unido, del Brexit y de l@s Windsor, ídem. Fotos cursilonas, acarameladas y con toneladas de ese azúcar que tanto engorda. Me gustaba más, infinitamente más, la reina madre, que nunca engañaba, sacaba su gintonic a pasear, junto a un caballo y esos sombrerazos tan genialmente exóticos... con careto de pasar de todo. Una real excepción.
A las monarquías escandinavas, que sí son muy queridas por su ciudadanía, no se les ve el plumerín. Máxima de Holanda y de los tulipanes se echa un cubo entero de joyas cada vez que sale, estira hasta el Polo Sur su sonrisa y toda la fauna orange se hincha de alborozo. Margarita de Dinamarca, también soy su fan, siempre ha sido diferente en todo. Ella sale a la ventana de su dormitorio que da a la calle, las masas danesas se plantan abajo y le cantan mientras la monarca en camisón y fumando un pitillo se relame de gusto. Suecia, como tiene el plasma medio francés, Bernadotte, es más tipo imperio, desde el mega sofá de uno de sus salones, sonríen y hablan con cara de sol de medianoche. Sus muchedumbres escuchan y beben a su salud. Conclusión, con estas aficiones comunes, Suecia acaba ebria a la totalidad.
Nos faltan esas rarezas que sin ser reinos ni estar coronadas ni poseer el gen azulón hacen lo que sea para que todo parezca un gran imperio. Son Rusia y su zar Putín, un canalla de manual, que se sube a la torre más alta del Kremlin, se tira en paracaídas a la tumba de Lenin, agarra una cogorza con vodka del bueno y toda Rusia se parte de lo mucho que lo consideran un payaso. Ah, pero monsieur Macron es todo lo contrario. Él sí es un digno tataranieto de Napoleón. Se maquilla como una de las bonitas puertas francesas del Elíseo, calza un atuendo a tono con sus ojos color zafiro, sentado en un trono y con la pompa que su nación le requiere, se declara a sí mismo felicitado por el éxito de los chalecos amarillos y las defensas en los Campos Elíseos. Eso son manifestaciones, barricadas de las buenas, fetén. Como en La Comuna. En sus nochebuenas comen foie y cantan la Marsellesa, el más bello himno mundial. Y no como aquí, sin letra, a veces corto por los pitidos, a veces altisonante por lo ídem y a veces largo. O con la variante que en algunos países futboleros se equivocan y ponen el de Riego. En nuestro necesita una versión pop y cañera que gane en Eurovisión.
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