El cine y todo lo demás
Primero existió el cine y, luego, vino todo lo demás. No fue así, convendrán conmigo, pero de este modo tendría que haber sido, el simulacro y la fantasía primero; los apremios de la realidad después. Porque el filtro del cine embellece nuestra existencia y nos adentra en el sueño. No importa que Jean-Luc Godard lo definiera como la verdad veinticuatro veces por segundo, el cine es una factoría de ensoñaciones de las que no se quiere despertar.
Pero sucede también que la vida, cuando se une al cine, además de dar sorpresas, brinda regalos de vez en cuando. Regalos descomunales que nos postran ante la diosa Fortuna: una invitación, un genial demiurgo como Gerardo Sánchez, una fábrica de sueños y un escenario de portento. La VI Edición de los Premios Días de Cine ha sido una ocasión (otra diosa clásica a la que enaltecer) que supera en gracia y altura cualquier expectativa. Porque los afortunados que acudimos a la Cineteca de Madrid para presenciar la celebración anual de estos galardones, pudimos experimentar la magia del cine encapsulado al margen del mundo. Optimismo, talento y luz para alumbrar una realidad demasiado lóbrega en los últimos tiempos.
Adentrarse en aquel espacio equivalía, el pasado martes, a hacer cola junto a Penélope Cruz, estrechar la mano de Antonio de la Torre, chocar en el pasillo con Arantxa Etxebarría o departir con los mejores compañeros de todas las áreas de la industria cinematográfica del país. Durante unas horas, el mundo se paralizó y solo vivimos dentro de Días de cine, con su estilo desenfadado, su profunda cultura, su gracejo natural y su sensibilidad. Porque si algo define al equipo de este mítico programa es, ante todo, su descomunal humanidad, capaz de descabalgar cualquier idea preconcebida e imbuir al espectador en su particular modo de entender el cine: viviéndolo. Por ello no es de extrañar que José Sacristán mencionara al recibir su galardón: "Me gusta la gente que hace Días de cine". A modo de homenaje, el genial actor añadió: "A partir del día de hoy, cada 27 de septiembre celebraré mis días de vida, y cada 15 de enero celebraré mis días de cine".
Mientras pronunciaba estas palabras, entre el público atisbé, por casualidad, a una hermosísima mujer que se me antojó la gran María José Alfonso. Sin ninguna duda, había reconocido a una de las mejores actrices de nuestro país, bella entre las bellas, inteligente entre las inteligentes. Su participación en la industria ha sido constante y, a lo largo de seis décadas, su presencia ha ennoblecido cualquier producción en la que participara, tanto cinematográfica como televisiva o teatral.
El rostro sereno de Alfonso apareció por vez primera en Vuelve San Valentín (1962, Fernando Palacios), para irrumpir con fuerza en el cine español, bien como hija de la familia más célebre de nuestra cinematografía (La gran familia, 1962), como glamurosa periodista en Cuando tú no estás (1966, Mario Camus) o como mujer de armas tomar de Manolo la Nuit (1973, Mariano Ozores).
Me acerco a ella con solemnidad, como debe hacerse con todas las leyendas. Gracias a la providencial ayuda de Virginia García de Lucas puedo conocerla. Espero a que me advierta y, cuando lo hace, su mirada de Katherine Heigl hace que Alfonso resplandezca. Le comento que hace tiempo que su arte debería haber estado recogido en un libro y, aunque le conmueve mi admiración, rehúsa educadamente mi ofrecimiento, "no creo merecer un libro" me confiesa. Modestia de los grandes, sin ninguna duda.
Observando sus movimientos, con tanto aposentamiento y gentileza, recuerdo su papel en El cielo abierto (2001) de Miguel Albaladejo y con guion de Elvira Lindo. En esta cinta, Alfonso no solo se reúne con un cuarteto de lujo (Sergi López, Mariola Fuentes, Emilio Gutiérrez Caba y Geli Albaladejo), sino que lleva a cabo una interpretación lúcida y perspicaz, haciendo de la película un documento ineludible para entender la idiosincrasia patria. Aunque ha interpretado muchos otros roles, si desean adentrarse en el universo de esta actriz, no olviden comenzar por el título de Albaladejo.
La noche pasa y, como un personaje de Charles Perrault, debo abandonar la Cineteca. Atrás dejo los días de cine para regresar a la realidad. En el firme de la Plaza de Legazpi, inscrito en los versos al paso que engalanan los suelos de Madrid, leo con emoción "amar la trama más que el desenlace", de Jorge Drexler. Qué providencial verso en una noche como esta.
Sonrío y pienso que, efectivamente, este es un momento que no debería terminar nunca; también nosotros, excéntricos cinéfilos, festejamos más la trama que el desenlace. Porque quienes vivimos los días de cine, nunca queremos que llegue el final.
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