‘El burlador de Sevilla’ o todos hemos sido invitados a esta mesa
¿Tenían razón las críticas que llegaban de esos festivales? A tenor de lo visto en el Teatro de la Comedia, rotundamente no.
Y por fin llega el estreno en Madrid de El burlador de Sevilla, atribuida a Tirso de Molina, producido por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Llega a su sede oficial tras pasar por el Festival Grec de Barcelona y el Festival de Almagro. Lugares donde no fue bien acogida. Da igual, al estreno no faltaba nadie. Ni los reputadísimos Declan Donellan y Nick Omeron, Cheek by Jowl, que están por estos lares con el montaje de La vida es sueño de Calderón para esta misma compañía que se estrenará en Sevilla.
¿Tenían razón las críticas que llegaban de esos festivales? A tenor de lo visto en el Teatro de la Comedia, rotundamente no. Xavier Albertí ha superado el reto que se había puesto a sí mismo. El de poner en escena esta obra en tiempos que corren feministas, sin traicionar el texto y sin traicionar a su tiempo con el que está comprometido. Y hacerlo sin el recordadísimo escupitajo al personaje con el que la Portillo terminaba la versión de Don Juan Tenorio de Zorrilla que dirigió para esta misma compañía.
Porque Albertí, como ya hiciera en su excelente El príncipe constante de Calderón, ha recurrido a la palabra. Es decir, al texto. Aunque esta vez más en cómo decirlo y hacerlo en escena que en identificar qué mueve al personaje. Claro que la obra no se lo pone fácil. Pues en ella se cuenta lo que pasa más que lo les pasa a los personajes.
Porque ¿quién es Don Juan Tenorio, el protagonista? ¿Qué de común hay entre los retos de burlar faldas y el reto de la cena con el comendador? ¿Es un valiente por burlar a tanta mujer voluntariamente enamorada, prometida o casada con otros hombres? ¿Es un valiente por aceptar cenar con un muerto, el famoso convidado de piedra?
Según lo que se ve en escena no, no lo es. Aunque valor no le falta para saciar ese apetito depredador que la sociedad de su época no aceptaba, pero que de alguna manera encubría, escusaba. Así, le favorecen la escapada de Nápoles tras burlar a Isabella. Le acogen en Sevilla como si otro no hubiera. Hasta, por ser de noble cuna, el mismísimo rey le compromete en matrimonio como forma de resarcir honores y dar cierta respetabilidad al hijo díscolo de Don Pedro, uno de sus más y mejores súbditos.
Tal vez aquí esté el quid de la cuestión. Dice Carole Hooven, la profesora de biología evolutiva en una entrevista que le han hecho por la publicación de libro Testosterona (Arpa 2022) en España, que los niveles de esta hormona en la sangre condicionan de alguna forma el deseo sexual y la agresividad. Aunque añade que esta biología diferente se puede y se debe modular por la cultura. Porque no todo lo natural es bueno. Como ella señala, la enfermedad es natural, algo de la naturaleza, pero buena no es. Que se lo digan a nuestra sociedad pandémica.
En este sentido, Albertí añade un monólogo de La Dama del Olivar, también de Tirso de Molina. Uno de los mejor dichos en todo el montaje, de los más claros. En el mismo Doña Ana señala a todos, al público, que permite con su actitud complaciente y complacida, cuando no lo celebra, a este Don Juan, burlador y depredador. Sin importarle daños directos o colaterales. Sin importarle consecuencias, pues largo me lo fiais. Un público que es soberano, como el rey que hay en escena, y que al igual que este, excusa ese tipo de comportamientos. Que no los censura públicamente, que no se moviliza contra el matonismo sexual. Sino que encuentra forma de naturalizarnos.
Todo lo anterior puede alarmar a quien lo lea. Puede pensar que ya estamos delante de otro alegato #MeToo. Que mejor huir del teatro. Los que piensen así se perderán un bello, bellísimo espectáculo teatral. En el que la palabra ha sido imaginada para verse en escena. Una imaginación llena de buenas elecciones.
Como la diferencia de edad entre los que tienen la experiencia del poder y los jóvenes enredados en los juegos del amor y el deseo. Como la elección del actor protagonista, Mikel Arostegui Olivar, un atractivo Don Juan, según los cánones actuales de las revistas masculinas, al que se le ha dotado de un punto, un no se qué, desagradable. Un cuerpo que se ofrecerá desnudo al público al inicio de la función y al final entre los alimentos de la gran mesa que ocupa el escenario.
Como un elenco lleno de grandes cómicos del teatro clásico. En el que Rafa Castejón, Don Gonzalo de Ulloa, se canta, metafóricamente hablando, un aria mozartiana con ecos de Don Giovanni cuando recita el monólogo sobre Lisboa. De tal manera que dan ganas de comprarse un billete y salir corriendo para pasear por una ciudad que ya no existe. Y, de nuevo, la inteligencia de Xavier Albertí, que sienta al rey para escuchar este aria con tranquilidad y sosiego. Como mantiene sentado al público para escucharla.
Cómo esa mujer, de Sevilla y olé, que crea Lara Grube que de no haber inteligencia detrás, de la actriz y de su director, quedaría como un Cristo con dos pistolas. Una mujer sevillana de mantón que aprovecha el tópico, incluida la banda sonora de unas castañuelas tocada en directo, para construir una imagen vitalista, alegre, en medio de una función oscura.
Como una bellísima, sencilla y eficaz escenografía de Max Glaenzel. Un escenario negro con una mesa a la que pone luz cenital Juan Manuel Cornejo. La mesa a la que todos están invitados y han sido convocados. Para mojar y mojarse. Alrededor de la que este director sabe componer escenas. Donde el movimiento físico es poco, pero la presencia actoral es mucha, para lo que han sido vestidos con sutileza y con gusto actual por Marian García Milla.
Como la incorporación de Antoni Comas que quizás no sea el que mejor diga el verso, o que resulte más extraño al dotarlo de una condición musical que viene de su voz de tenor. Pero que permite incorporar la música en escena, sin abusar. En momentos precisos. Con una calidez y cercanía que no permitiría la música grabada. Y acabar cantando a un mundo que gira y gira por una forma de querer y quererse, desear y desearse, con unos giros hay que parar. ¿Verdad Doña Ana?