El bilingüismo en Cataluña: una bendición
"No me siento en España", me dijo una amiga la semana pasada. Vino de visita cinco días a Barcelona y fuimos a cenar. Aunque sabía que aquí se habla catalán, se sorprendió al ver la carta y no entender si las tapas venían con atún o con jamón. Los de la mesa de al lado, que traían un lazo amarillo prendido de la bufanda, se le quedaron mirando con ojos de gusto, como si acabaran de escuchar un dogma. El camarero nos tomó la orden luego de explicar el significado de tonyina, pernil y otros ingredientes suculentos. En el curso de la noche las copas de vino diluyeron las barreras del lenguaje, pero esa es otra historia.
En la Cataluña profunda, donde ondean banderas independentistas hasta en las rotondas que dan la bienvenida a los pueblos, esperar que se te hable primero en castellano es de ingenuos. En Barcelona ocurre algo muy distinto, consecuencia obvia del turismo. Mientras que el catalán es el sello de la ciudad y la esencia de su gente, los miles de extranjeros que paseamos por sus calles inclinamos la balanza hacia nuestra zona de confort. Nos comunicamos mejor diciendo frases como "la cuenta, por favor" en vez de "el compte, si us plau". Es desidia y también una falta de responsabilidad compartida.
En mi oficina, por ejemplo, todos son catalanes salvo yo. En honor a mi ignorancia, y porque da la casualidad y el yugo histórico de que todos son bilingües, hacemos las reuniones en castellano. A veces me pregunto si soy yo quien debería de estudiar su lengua o si son ellos los maleducados por soltar frases en catalán cuando quieren decir algo sin que yo entienda demasiado. Creo que no es cuestión de respeto, sino un debate con implicaciones culturales, políticas y hasta morales.
La mamá de mi mejor amigo es mexicana, como yo, pero también catalana de sangre y de lengua materna. Ahí está la clave. Las palabras que les enseña una madre a sus hijos dejan una marca indeleble en la psique. Por eso la lengua materna y el amor son prácticamente indistinguibles. Prohibir un idioma equivale a limitar la vida. Aunque hoy el catalán se reconozca como oficial, es lógico que tras décadas de represión continúe presente un instinto de supervivencia. Algunas semillas de rencor todavía germinan, otras se evaporaron con el transcurso del tiempo.
A pesar de lo que ocurrió en octubre y de que sea probable que se avecinen nuevas turbulencias, en poco más de un año que llevo viviendo aquí he percibido más apertura de la que imaginaba. Solo mantuve una conversación incómoda con un hombre que vendía palomitas en el cine, y eso porque él insistió en hablarme en catalán a pesar de notar que yo no le entendía. ¿Y quién soy yo para juzgar las carencias de su educación? Lo que me queda claro es que forzar la unión es un tema complicado, casi igual de absurdo que exigir que los catalanes amen a quienes no se toman ni siquiera la molestia de decir bon dia.
Quizá, en vez de decantarnos por un idioma o por otro, habría que aprovechar las ventajas que brindan ambos. En un mundo donde tender puentes deja más virtudes que truncarlos, en vez de imponer el catalán o el castellano, podríamos celebrar los frutos de su sincretismo. Mientras tanto yo observo, reflexiono e intento, dentro de mis posibilidades, aprender una mica de català. Porque lo mínimo que puedes hacer por un lugar que te acoge, ya seas residente o turista, es brindarle todo tu cariño y darle a cambio un poco de ti mismo.