‘El beso de la mujer araña’ o no subestimes el poder de la ficción
Esta es la historia de un represaliado político en una dictadura, no se sabe de dónde pero que se imagina latinoamericana del sur.
Se estrena una nueva producción de El beso de la mujer araña de Manuel Puig. Se hace en el Teatro Bellas Artes, un teatro que está en la busca de la comercialidad en los clásicos contemporáneos de prestigio. Lo ha hecho con Beckett, con Pinter y con otros. Un método de producción que se basa en poner una estrella reconocida profesionalmente y reconocible por el público y en una dirección de escena también de calidad que esté dando que hablar.
En este caso, las estrellas son Eusebio Poncela, un clásico actor español muy apreciado por los hijos de la España de los ochenta. E Igor Yebra, bailarín y coreógrafo de calidad, conocido más allá del ámbito de la danza, al que siempre le acompaña un aura cultural de calidad.
La dirección de escena es de Carlota Ferrer. Una directora que había desaparecido de la cartelera madrileña, a pesar de su estilo propio, de su legión de fans, sobre todo, entre una joven platea femenina, y de sus polémicos éxitos teatrales que agotaban entradas en los teatros públicos y en el privado Pavón Teatro Kamikaze. Todavía se comenta su Esto no es La casa de Bernarda Alba, también con Eusebio Poncela.
Y el clásico contemporáneo es, como ya se ha dicho, El beso de la mujer araña. La historia de un represaliado político en una dictadura, no se sabe de dónde pero que se imagina latinoamericana del sur. Preso que coincide en la celda con una mujer en un cuerpo de hombre acusado de corrupción de menores. El primero invocando a cada paso y en cada palabra la realidad y el conocimiento universitario, la evidencia. El segundo, la ficción del cine como el lugar donde vivir e instalarse.
Dos trenes en apariencia en direcciones opuestas. Los dos reivindicando la libertad de poder ser en una sociedad que no quiere dejarlos ser como son. Uno en la lucha colectiva para liberar al hombre y a la mujer de la vida convencionalmente burguesa, que, sin embargo, de alguna manera anhela, sobre todo cuando se trata de amor. El otro, de poder ser más mujer que una mujer y tener a su hombre, al que querer, servir y proteger.
Dos oprimidos por la sociedad en la que viven. Una opresión que se simboliza en esa cárcel en la que sucede la obra. Una cárcel blanca, de una primera impresión hospitalaria, cuasi higiénica. Aunque llena de desconchones, grietas, suciedades. Donde se come en el mismo lugar en el que se caga. Metáfora del ejercicio violento del poder y de la sociedad sobre los que son diferentes a los que considera dos pájaros. Por eso los enjaula. Llamados sí o sí a entenderse. A los que no les deja, ni siquiera, el cuarto propio que reivindicaba Virginia Wolff.
Un poder ridículo que Carlota Ferrer ha convertido en algo caricaturesco, en una pantomima. Algo que se ve como una distorsión en la concepción del montaje. Un poder que en la sombra, también del escenario, observa, coacciona, envenena, con tal de sobrevivir, de no cambiar, de seguir siendo. Un seguir siendo a la contra y en contra de cualquier movimiento social que abogue por la libertad individual, que no la hay sin que se garanticen derechos no para todos, sino para cada uno de los individuos que conforman esa sociedad.
Un montaje que resulta arrítmico. Que funciona por escenas, cada vez mejores a medida que avanza el espectáculo. Que sorprende con la que se oyen las voces en off, como una película doblada. Con la de los periquitos proyectados. Con la del baño en el que el personaje de Yebra se hace ver al público como un David de Miguel Ángel comunista, con el brazo en alto y el puño cerrado como corresponde a su personaje. Pero sobre todo, con la escena final. Esa metáfora creada en el choque que se produce entre las luces de una bola de discoteca, de fiesta, y el final de la historia. Y también la escena de amor enmarcada en una especie de ventana o que recuerda a una pantalla del televisor en la que se ve un video musical.
Escenas que se acompañan de proyecciones cercanas al video arte. Y con una gran inteligencia musical. Con ese oído que tiene Carlota que hace pensar que sería una elección perfecta para la dirección de escena de ópera si los teatros de ópera españoles mirasen a directores de escena locales y supieran o pudieran asumir riesgos.
Un montaje al que Igor Yebra aporta una forma de decir natural que no lo parece y a la que cuesta acostumbrarse. Pero sobre todo aporta un cuerpo hecho para la danza que permite recrear con belleza las torturas a la que su personaje es sometido. Como en los cuadros de Bacon o los martirios de santos clásicos.
Obra de la que sale por la puerta grande Eusebio Poncela. Con capacidad para que veamos a la mujer en el cuerpo de hombre que es su personaje. Una mujer que deja ver los destellos de las mujeres que encarnaba Marisa Paredes en los ochenta y noventa.
Un personaje al que cuida, mima, hace frágil, fuerte e inteligente a la vez. Un personaje que en su aparente superficialidad, hablando de cristales de strass o del significado de un cardado femenino, sabe mostrar la condición humana. Para la que estar vivo no es suficiente, sino que quiere tener, necesita, una vida.
Todo para plantear una pregunta muy actual. ¿Qué opera más en la realidad el conocimiento científico, la evidencia, la razón, o la ficción, el relato, con toda su imaginación, con todas sus imágenes? La respuesta de Puig, al menos en la lectura que se hace en este montaje, está clara. La imaginación.
A tenor de las encuestas, las noticias, y los vaticinios, las opiniones que se escuchan y la lucha política por aportar relato a millones de espectadores gracias al periodismo y al streaming, parece que nuestro mundo le da la razón. Por eso, hay que cuidar lo que se lee, se ve, se escucha, no sea que te acaben por soplar hasta tu propio relato, que es como que te quiten tu vida. Y te impongan otra. Una en la que, por ejemplo, te reduzcan doce euros de impuestos al año y acabes pagando mil doscientos por tener acceso a una consulta médica. Y hasta te la creas.