‘El bar que se tragó a todos los españoles’, la obra que se traga al público
El Teatro Valle Inclán acoge un éxito, una comedia en la que el público ríe a mandíbula batiente.
En el Teatro Valle Inclán de Madrid está sucediendo un éxito. Se llama El bar que se tragó a todos los españoles. El responsable es Alfredo Sanzol, que consigue este éxito con una historia que surge de su biografía. La ocultación por parte de su padre de que fue cura antes de ser esposo y progenitor del autor y director de la obra. En esta empresa le apoyan unos actores en estado de gracia y una de las escenografías más complejas y a la vez sutiles que recuerdo haber visto.
Con todos estos mimbres Sanzol se monta una de risas, que se mueve entre la comedia española e italiana de los años 60 o 70. Una comedia en la que el público ríe a mandíbula batiente y sin cansarse, a pesar de que la obra dura tres horas. Un público que aplaude fuerte y con cariño al final de la función.
Sin embargo, una mirada crítica, quizás no sea tan complaciente. Digamos que no se entiende bien a dónde va. Sí, hay una historia y Sanzol sabe escribirla. Pero no se ve dónde está la raíz por la que ese cura, sea su padre o no, deja el sacerdocio. Dice que lo hace para formar una familia, pero tampoco se ve en el personaje esa necesidad. Ni el misterio inexplicable de por qué los seres humanos quieren lo que dicen querer. ¿Por qué sorprende? Porque Sanzol ha escrito obras como En la luna o La respiración y ha puesto en escena con maestría y humor el misterio inexplicable de Esperando a Godot.
Hay quien dirá que es una cuestión de expectativas. Tal vez. Es cierto que con Sanzol, como con muchos otros de los grandes que ahora mismo hay en España, se va con la esperanza de encontrarse con algo rematadamente bueno siempre. Como cuando se le pedía a Woody Allen que cada una de las películas que hacía anualmente fueran obras maestras.
Pero en esa exigencia a la que se somete esta obra, se ve una insistencia en el chiste. Una reiteración en el mismo tono, sin que haga avanzar la conciencia del personaje. Ejemplifica muy bien esto la escena de la tortura. Una tortura a la que se somete a un personaje en la Roma vaticana de los años 50 en un cuarto de baño, excesiva para lo que se quiere conseguir del torturado, como en toda comedia. Después de alargarla con mucho humor y sin someter al público a la visión de esta, se cierra volviendo sobre el chiste por parte del torturador, un cura que se llama Txistorro, sí, así y se pronuncia Chistorro.
Reiteración que pasa en otras escenas. Como la de la cafetería de El Pardo. En la que después de despedirse, vuelve de nuevo el artista comunista que acaba de pintar un planisferio a Franco. Historia que han escuchado los dos tortolitos que protagonizan la función y, de nuevo, vuelven a contársela cuando el pintor se va. Quizás con algo más de justificación, para contraponer las distintas posiciones políticas en la que se encuentra esta pareja que acabará casándose y siendo padres del autor.
Cosas parecidas se podrían decir de la inclusión de personajes negros en la primera parte de la obra que sucede en Estados Unidos. No se puede poner en duda que todo pasara así, como se cuenta, pero lo real no siempre funciona en la ficción. En este caso parece un añadido, que sigue la estela de Black Live Matters o para justificar una escena con Martin Luther King.
O las dos escenas feministas, muy de hoy, muy aplaudidas. La primera, en EEUU, donde una mujer se reivindica como sujeto activo del deseo y no objeto de este. La segunda, la de la futura madre cuando se entera de que se ha quedado embarazada fuera del matrimonio y es recriminada por el médico. Resulta poco creíble que se marcara ese discurso en la realidad de aquella época, ni si quiera en la intimidad, en los que los cuerpos y las almas que creían en el Régimen, como este personaje, estaban estructurados por la culpa y el yo pecador.
Incongruencias que poco parecen importarle al público. Ellos ríen y se maravillan con lo que se cuenta en escena. La explicación está en sus actores. Unos actores que clavan a la audiencia en la butaca. Un elenco capaz de suspender la credibilidad con su trabajo. Y de los que destacan los dos protagonistas, Francesco Carril y Natalia Huarte, van más allá de clavar al público en sus asientos, directamente los atornillan.
Y eso que parecen un matrimonio imposible entre el buenorro, bobalicón e ingenuo Goofy y la inteligente y pizpireta Minnie. En la estela de esas parejas del cine clásico que siempre estaban a la gresca, por las visiones del mundo tan distintas que tenían. Trabajo en el que es muy probable que tenga mucha responsabilidad Sanzol. No solo por tener buen ojo al elegirlos, sino por su forma de trabajar, si la ha mantenido. Esa que consiste en hacer un proceso de investigación en la sala de ensayos con los actores sobre supuestos, palabras o frases, que luego él pulirá y escribirá como escenas del texto.
También dejan clavado en la butaca todos esos bares y lugares que se ven sobre el escenario. La versatilidad con la que Alejandro Andújar ha dotado esa escenografía puzzle, que se abre y se cierra creando espacios que están pidiendo ser habitados, recorridos por sus actores. Pura belleza visual. De museo de arte contemporáneo pues se intuye Hopper, pero también otros muchos artistas y cuadros. Es la segunda maravilla que ha hecho en poco tiempo para el Centro Dramático, después de esa estructura de madera, ese Anish Kapoor que ideó para Macbeth.
Con todos estos elementos, resultaba difícil que la obra no saliera pintona. Sin duda lo es. Tanto que, igual que los bares de la obra se tragan a todos los españoles, este espectáculo se traga a sus espectadores. Es decir, se los lleva al bote. Sin embargo, es de suponer que nada se moverá en ellos. Ningún resorte más allá del resorte mecánico de la risa.
Pues a esta historia tan divertida, de tanta risa, le falta tristeza. La que muestra la madre del protagonista de la obra cuando manda a su hijo, un niño, al seminario. Esa melancolía que se puede comprobar en los cines en la actualidad viendo El chico de Chaplin. O ese fondo inasible de profundo desconsuelo que no solo se ríe, sino que se palpa en la también hace poco remasterizada y restrenada El apartamento de Billy Wilder. Películas en las que piensa viendo la obra y que recuerdan que no hay verdadera felicidad (doméstica) sin un fondo de angustia, de ahogo, de desolación.