El arte de la desobediencia
Todas las mujeres llevamos a cuestas un fardo de ideas que no tenemos muy claro de dónde pudieron haber nacido.
Cuando era una niña, una de mis vecinas estaba obsesionada con el largo de mi falda. Cada vez que me veía caminar de mi casa hacia la escuela, se tomaba la molestia de salir y recordarme que estaba muy corta o tenía el largo correcto. Después siempre añadía: “Recuerda que una es la piel que muestra”. Nunca le pregunté qué quería decir quizás porque tenía una idea bastante clara sobre el motivo de su insistencia. Después de todo, crecí en un país de niñas “buenas” y “perdidas”, de “putas” y “decentes”. Así que no era tan inocente como para no imaginar hacia donde apuntaba el recurrente comentario.
De manera que cuando cruzaba frente a su casa, me detenía un momento para subirme la falda muy arriba de la rodilla, todo lo que podía sin mostrar la ropa interior — e incluso, a veces decidía hacerlo — y pasaba caminando muy despacio, para que la vecina no tuviera duda de cuál era el largo de la falda, de la mucha piel que mostraba y de lo poco que me interesaba su opinión al respecto. La escuchaba gritar, reclamándome: “Te mereces tus buenos bofetones, mocosa malcriada”, y luego corría para desaparecer en la esquina y soltarme la falda a su largo regular, un aburrido centímetro sobre la rodilla. La escena se repitió montones de veces, y en todas las ocasiones sentí un enorme placer infantil, absurdo y sin sentido de demostrarle a la vecina que podía llevar la ropa como mejor me pareciera. Y que sus insultos y gritos, me divertían antes que cualquier otra cosa. Pero con todo, la experiencia me demostró algo muy concreto: el mundo te mira con mucha atención. Tanta como para decidir ex profeso y de manera directa cómo debes vivir tu vida. Incluso en los pequeños aspectos de cuánto remangas la tela de tu falda sobre la rodilla.
La idea no se me olvidó. La recordé por años. Con insistente frecuencia. Porque a medida que crecí, me tropecé con todo tipo de pequeños limites que imponía esa mirada insistente de la cultura donde nací sobre mi vida. No se trataba de que yo fuera especialmente rebelde o transgresora — no lo fui, de hecho — sino que en mi país la sociedad parece obsesionada con el comportamiento femenino. Y yo comencé a transgredir ese límite, siempre que podía, de todas las maneras que conocía. A hablar cuando no se suponía que debiera, a preguntar cuando debía estar callada. A leer lo que no debía, a interesarme por temas que una mujer de mi edad no tenía por qué discutir. A hacer cosas que se suponía que a unas mujeres no debían interesarle. Gradualmente, descubrí que conservar mi identidad implicaba enfrentarme a una serie de opiniones y criterios sobre mi vida insoportables y que dibujaban un tipo de mujer imaginaria que jamás sería ni me interesaba ser. Preocupada y desconcertada por la idea, durante años me pregunté dónde encajaba yo en el paisaje de lo femenino en mi cultura, cuál era mi lugar en esa serie de estereotipos y tópicos que parecían excluirme y aplastarme. Nunca lo supe, o mejor dicho, nunca encontré esa pieza que podía definirme, ese espacio que podía considerar propio en medio de tantos trozos vacíos de identidad e información.
Con el transcurrir del tiempo, descubrí que no sólo la vieja vecina gruñona parecía obsesionada por mi comportamiento sino que la sociedad parecía mirar con mucha atención que hacían las mujeres de mi edad y de cualquier otra. Una idea que comenzaba a molestarme — cuando no irritarme — y que finalmente me abrumó cuando comprendí que no sólo se trataba de un pensamiento social — un deber ser difuso — sino algo más profundo, complejo y preocupante que pesaba sobre la mujer como una losa real. La tradición histórica que te obliga, el peso cultural que te deforma la espalda mientras intentas sostenerlo con dificultad. Porque al final de cuentas, todas las mujeres llevamos a cuestas un fardo de ideas que no tenemos muy claro de dónde pudieron haber nacido, pero que están allí, para recordarnos lo que se espera de nosotras, lo que se asume debemos ser.
Una de mis amigas universitarias solía insistir en que cada mujer encuentra un límite sobre su identidad muy pronto. En el largo de la falda — como insistía mi vecina — , en lo que puede o no hacer, en lo que puede o no aspirar. Era una feminista radical, de esas que suelen provocar chistes y burlas: llevaba el cabello muy corto, las axilas velludas, ropa muy ancha. Estaba convencida de que cualquier patrón estético era una concesión al sistema, a la exigencia cotidiana de verte como “se supone debías verte”, y le inquietaba que el resto no analizara el planteamiento de la misma manera. Solíamos sostener largos debates al respecto, que casi siempre terminaban en discusiones malsonantes.
Hace poco, encontré una de mis fotografías escolares. Era una niña delgaducha, de rodillas huesudas y que llevaba la falda unos pocos centímetros más arriba de lo que debería. Pensé en cómo me divertía hacerlo para contradecir a la vecina gruñona, en cómo me divertía demostrándole que el largo de la tela no tenía otro valor del que ella misma necesitara brindarle. A veces me pregunto si no continúo haciendo algo parecido, mientras debato y me hago preguntas y cuestionamientos incómodos en medio del eterno debate feminista. No lo sé, me digo con una sonrisa, o quizás sí. Y parte de esa lucha es quizás la inconformidad insistente, esa necesidad de nunca dar nada por sentado. La eterna lucha de las ideas.