El agua, sobre todo
Desde hace pocos días, los derechos de uso del agua cotizan en el mercado de futuros de Wall Street.
Lo dejó escrito mi amigo Pepe Hierro en uno de sus más hondos poemas:
Bendito sea Dios que inventó el agua…
…el agua, sobre todo
Ironicé si no se había confundido, y donde leíamos “agua” había que leer “chinchón”.
- Un hilillo de agua que cae de un grifo es más hermoso que cualquier poema, cualquier paisaje o la música de Beethoven – razonó el calvorota.
No tuve muchas ganas de bendecir el agua en aquella ocasión en que una ola inclinó el crucero en que fingíamos, mi familia y yo, navegar por el Egeo, aunque lo cierto es que nuestro periplo no se arriesgaba más allá de la Estigia clorada de la piscina o el espigón del bar, donde sirenas con chaquetilla de camarero cantaban virtudes de garrafón.
De vez en cuando, eso sí, hacíamos escala en una versión oriental de Benidorm en la que el patronato de turismo había colocado un templo en ruinas como coartada.
La ola en cuestión arrasó la cubierta, incluido el agua de las piscinas y las vitrinas del bar, aunque en media hora el jolgorio prefabricado estaba de nuevo en marcha.
Solo hubo que lamentar el desastre ecológico que supuso la caída al mar de los botellones con productos químicos no identificados a cuya mezcla llamaban piña colada. Por precaución, me abstuve de comer sardinas del Mediterráneo durante tres meses.
Pastoreando mis cabras por las cumbres de mi infancia, en las brasas del verano, cuando el agua se bebía a sí misma, lejos de fuentes y veneros, bendecía, incluso, el agua de tormenta aprisionada en la oquedad de los riscos, tesoro que protegía con piedras para salvarlo de la avidez de los perros. Seis décadas después, vuelve a mi paladar su herrumbroso sabor, como si en ella hubiera macerado un puñado de calderilla con la cara de Franco.
Reverso de la que succionábamos a los arces, sexo vegetal tallado con certeros hachazos. Allí donde no llegaba la lengua, bastaba con una paja de “cola de caballo” o avena loca.
Nos hemos acostumbrado al milagro del agua y hace demasiado tiempo que no lo percibimos como tal. Abrimos el grifo y dejamos que corra el chorro durante minutos, sin miramientos y por los motivos más estrafalarios: que se enfríe, que se caliente, que acompañe con su siseo el cepillado de los dientes, que otorgue ganas de mear…
El derroche que todos cometemos en nuestras casas queda en nada si lo comparamos con las tropelías que la industria lleva a cabo: vertido de aguas contaminadas a los caudales, sistemas de refrigeración obsoletos y manirrotos, procesos de lavado caros e ineficaces.
Y se me antojan irresponsables tantos hijos de Noé que riegan por inundación, amparándose en convenios obsoletos y en cupos desligados de la realidad.
El lector habrá visto, en el desierto de la tele, desdichadas colas para escatimar un balde de agua al pozo lejano. O los éxodos desde regiones en las que ya no enraíza el cereal ni abreva el ganado.
O a las víctimas de quienes utilizan el agua como arma de guerra. La India, un país más grande que el mundo, apaga su sed con ríos de Pakistán y Afganistán y el belicoso Israel se lava las manos con aguas jordanas y palestinas.
A quienes vuelven la cabeza para no darse por enterados, les pido que recuerden aquel día en que una avería en la red les dejó sin suministro. Solo fue un día pero el señor Roca se moría de sed y suciedad, y ni pudimos quitarnos las legañas, ni enjuagarnos la boca con que besamos.
Y a quienes vacilan que, a falta de agua, ya se apañarán con cerveza y whisky, les recuerdo que ambos brebajes, dignos de toda adoración, precisan de ingentes cantidades de agua para llegar a la botella en condiciones. En las grandes cervecerías de la patria de Kafka o en las destilerías del paisaje de Stevenson presumen de tener manantial propio.
Que un río termine su recorrido en nuestra cocina o en nuestro cuarto de baño es un privilegio al que deberíamos prestar más atención. Porque otros ya lo están haciendo y hemos de andarnos con cuidado. Desde hace pocos días, los derechos de uso del agua cotizan en el mercado de futuros de Wall Street.
Es decir, los filántropos que decidieron enriquecerse especulando con hipotecas adulteradas y que, ajenos al pudor, arrastraron al mundo entero literalmente a una crisis insospechada con tal de salvar todas sus suciedades. Los mismos que juegan al Monopoly con las cosechas de cereal, café, cacao, fruta. Los mismos que apoyan la deforestación masiva o que arruinan regiones enteras por unos cuantos barriles más han puesto sus garras sobre el agua.
No resulta ocioso recordar Y también la lluvia, la ilustrativa película de Icíar Bollaín que transcurre en Bolivia durante el proceso de privatización de todos los servicios relacionados con el suministro de agua, y que prohibió cualquier tipo de almacenamiento, incluso el de la lluvia. Basta este pequeño recordatorio para sospechar de los tipos que promueven el negocio.
Bendito sea Dios por inventar el agua, aunque algunos se empeñen en repartirla tan mal. Un lujo para unos pocos en un futuro no tan lejano. Una rareza exhibida en el museo para los demás.