El acceso al saber
Hace poco leí que la enseñanza en la Edad Media se basaba en los comentarios de los textos que los maestros hacían sobre los autores de la Antigüedad. Esto se entiende porque los textos clásicos habían desaparecido. Los que existían se habían salvado gracias al trabajo de los monjes escribientes que hacían, claro, una selección de acuerdo con lo que más se asemejaba a la doctrina cristiana. Y algún Ovidio se escapó, porque entre la clase frailuna también hubo muchos Hitas y muchos aficionados a lo entonces prohibido.
Todo esto, que parece tan antiguo, a mí me desconcertó sobremanera.
En esos momentos recordé la educación que había vivido en un colegio de monjas en el que las únicas lecturas eran las piadosas y las que te contaban las gangas imperiales. Ni que decir tiene que, al salir, todo absolutamente lo pones en cuestión, porque no hay nada que se parezca a lo que te enseñaron. Y ese choque no viene sólo porque el mundo es distinto, sino porque no tienes el método para afrontarlo.
Pero después recordé mis estudios en la universidad. Cuando tuve la suerte de tener un manual de algún profesor inteligente, de ahí pude sacar algo. La mayoría de las veces no tuve esa suerte. Me tocaron muchos trasquiladores de textos y muchas horas absurdas copiando a mansalva y reconstruyendo después absurdos apuntes que de nada, absolutamente de nada, me sirvieron. No encontré ningún gran profesor -como sin duda los hubo y los habrá hoy- de los que te enseñan no sólo lo que han descubierto, sino el camino para tus descubrimientos. Todavía eran detentadores oficiales del conocimiento, pero sólo eso, detentadores.
No quiero pensar que lo peor fuera el nivel de pobreza en el que la sociedad se movía entonces, en los sesenta. Pocos había que pudieran comprarse los manuales. Y las colas en la Biblioteca para pillar los libros para estudiar, corregir y ampliar apuntes eran inmensas. Así que te apañabas en los bancos corrigiendo con unos y con otros y supliendo lo que los escasos textos mil veces manoseados decían. Recuerdo mis años como una carrera para llegar a los textos.
Pensar en consultar la bibliografía que escasamente se nos suministraba era ya una tarea hercúlea. No sólo porque a veces dicha bibliografía no era accesible, sino porque si se te ocurría comentar algo sobre la base de la bibliografía y dejabas de ajustarte al manual del catedrático, ya sabías que entrabas en un territorio peligroso.
Así que algunos nombres científicos de cada materia te sonaban y alguna bibliografía elemental llegaba a tus manos, pero el gran cúmulo de conocimientos lo adquirí por la vía de terceros. Otros me hablaban de otros. Es decir, llegar a lo que ahora considero que es el acceso al saber fue entonces un esfuerzo sin premios. Siempre se me aparecía lejano. Tuve que esperar años para saborear lo que me había perdido.
Y asocié entonces esa idea de los comentarios de texto por vía de terceros a lo que había sido en gran medida mi formación y, contra mí misma, me sublevé cuarenta y muchos años después de que esto sucediera. Porque lo que yo recibí fue el mismo esquema de educación medieval que estaba leyendo. Y añoré lo que no tuve.
Todo esto creo que es el fondo del debate sobre cómo queremos que sea nuestra educación. Y si queremos que alguien dentro de cincuenta años no se haga la reflexión que yo me hago hoy, el corazón del debate no está en las horas o en las asignaturas ni en las reválidas ni en los títulos ni en los másters, sino en la manera de acceder al saber. Si queremos tener los mejores investigadores, no estar a la cola en la creación de patentes y, sobre todo, hacer de cada ser humano un creador de su propio quehacer, hoy los parámetros son distintos.
Hemos, hasta ahora, trabajado en que todos puedan acceder al saber, y esto ha sido un gran paso.
Pero no hemos trabajado en el cómo. Y si ese acceso sigue teniendo los componentes que tuvo aquel en el que yo me formé, nos queda una gran tarea.
Montaigne, en sus Ensayos, tiene uno dedicado a la educación. Ya entonces decía que, antes de enseñarle a un niño las materias, hay que enseñarle a controlar su carácter, su autocontrol, que significa asumir las reglas, no el ordeno y mando.
Este es el núcleo del éxito. Hablar de esto puede sonar a chino en lugares donde entra la violencia y donde los padres, por sistema, se alían con sus hijos, cualquiera que sea su comportamiento. Pero no hay otro modo. Si no, es la vuelta al autoritarismo.
Y si, aún hoy, muchos de nuestros padres y profesores siguen soñando con acumular títulos y másters y quienes nos gobiernan no entienden lo que es salir del Trivium y el Quadrivium ni de la trampa de los detentadores oficiales del saber, nos queda mucho debate por delante. Porque organizar el proceso del aprendizaje es mucho más fácil si tienes claro lo que quieres conseguir para el futuro. Cómo haces que un niño vaya ampliando su acceso al saber, cómo le estimulas para que esté cómodo en la incertidumbre, en el riesgo, para que siempre mantenga esa postura abierta dondequiera que esté en su vida.