Egipto: de la revolución a la involución
El pasado 24 de marzo, el expresidente de Egipto Hosni Mubarak abandonó el hospital militar de Maadi, al sur del Cairo, y volvió a su residencia en el barrio de Heliópolis tras haber permanecido seis años bajo custodia. Durante ese tiempo, el expresidente ha sido juzgado y condenado por varios cargos hasta su absolución y puesta en libertad. Pero, ¿qué ha sido de los demás detenidos e implicados directamente en las revueltas?
La liberación de Mubarak pese a la gravedad de los cargos que se le imputaron revela varias cosas. Primero, la estrechez de los vínculos del exmandatario con el nuevo Gobierno, algo evidente tras la entrevista concedida por Mubarak en el hospital en 2014, en la que mostraba su apoyo al actual presidente de cara a las elecciones. Segundo, que el poder judicial es una herramienta en manos del régimen militar. Y tercero, el fracaso en las aspiraciones de la revuelta que barrió el país hace seis años. Desde aquel episodio, Egipto se ha visto envuelto en un periodo de convulsión política y social materializada hoy en un nivel de represión sin precedentes en la era Mubarak.
Seis años, tres presidentes
Muchas cosas han pasado desde la renuncia de Mubarak en febrero de 2011, exactamente 18 días después del estallido de la revolución. La decisión de destituirlo fue tomada por la junta militar —que es realmente una cúpula de gobierno— para intentar calmar las protestas y llevar a cabo una transición controlada que mantuviera el Estado intacto.
Así, mientras las protestas eran reprimidas violentamente, el Ejército se declaraba neutral y defensor del pueblo egipcio. Mubarak fue acusado de corrupción y de ser el responsable último de la muerte de más de 800 personas durante las revueltas, cargos de los que ha sido absuelto hace solo unas semanas.
Mientras tanto, el elegido como sucesor de Mubarak tras las elecciones de 2012, Mohamed Morsi, continúa en una cárcel de alta seguridad desde 2013. El líder de los Hermanos Musulmanes fue derrocado, tras solo un año de mandato, en un golpe de Estado encabezado por el entonces comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y actual presidente de Egipto, Abdul Fatah al Sisi.
Morsi enfrenta hoy sentencias de por vida, acusado de cargos como ordenar detenciones ilegales y torturas de opositores en un altercado frente al palacio presidencial en diciembre de 2012, liderar una organización ilegal —la Hermandad— o facilitar la filtración de documentos clasificados a Catar.
En mayo de 2015, fue condenado a pena de muerte y a cadena perpetua por dos cargos distintos: conspirar con organizaciones extranjeras —Hamas y Hezbolá— para organizar una fuga de prisión durante el levantamiento de 2011 y conspirar para cometer actos terroristas con el fin de socavar la seguridad nacional. En noviembre de 2016, la corte de casación ordenó un nuevo juicio. Mientras tanto, en las calles, la organización de los Hermanos Musulmanes permanece prohibida y los niveles de represión son hoy mayores que nunca.
El triunfo de la contrarrevolución
El derrocamiento de Morsi, la llegada de Al Sisi al poder y la liberación de Mubarak son pruebas de que existe un proceso de contrarrevolución en curso llevado a cabo por los militares para recuperar el control del país.
Aprovechando la pérdida de apoyo a Morsi, el Ejército —la institución mejor valorada en Egipto— encauzó el descontento por las promesas incumplidas para volver al régimen anterior. Se apoyaron en la idea de que tanto la revolución como el Gobierno de Morsi habían traído inestabilidad y era necesario recuperarla para no acabar como sus vecinas Siria o Libia. Así, con un 96,91% de los votos, Al Sisi se convirtió en la nueva cabeza del Gobierno egipcio.
Sin embargo, esto no ha acabado ni con el descontento ni con las movilizaciones, ni ha traído la estabilidad. Además, el Gobierno de Al Sisi es, en la práctica, más conservador que el de su antecesor. Las fracturas sociales son más profundas y la represión, más dura que con Mubarak: hasta la fecha han muerto más de 3.000 personas, cientos han desaparecido y las cárceles albergan más de 50.000 prisioneros políticos. La cantidad de penas de muerte y cadenas perpetuas ha alcanzado niveles que ni el exmandatario habría soñado.
La mayoría de activistas que lideraron las protestas de 2011 están en la cárcel, han huido del país o han limitado sus acciones al terreno de las redes sociales. Sin embargo, en las fechas claves que conmemoran hitos de la revolución, el Gobierno extrema las medidas de seguridad y despliega personal militar en lugares simbólicos como la plaza Tahrir. Esta no es la conducta de un régimen estable y seguro de su Gobierno.
Al mismo tiempo, existe un sector de la población cuya experiencia en la revolución no se ha evaporado; los jóvenes de Tahrir son ahora más mayores y la sociedad egipcia está más politizada. Puede que los costes de un nuevo levantamiento sean hoy mayores que en 2011, pero también lo son las probabilidades.
La autora forma parte del grupo El Orden Mundial