Dubái, futuro medieval
Una visita a Dubái no puede dejar a nadie indiferente. Este emirato, reinventado en las últimas dos décadas, se alza como un paisaje de ciencia ficción que aún no ha terminado de desplegar completamente su arrogancia tecnológica. Varios centenares de rascacielos compiten por ver cual crece más rápido, más alto, más brillante, batiéndose récords a sí mismos, empeñados en dejar nuevas plusmarcas fálicas en cualquier categoría del urbanismo y la arquitectura de vanguardia. Las impensables extensiones ganadas al Golfo Pérsico para construir instalaciones técnicas, mansiones y hoteles de lujo a los que ya no se les pueden atribuir más estrellas, no solo desafían a la ingeniería, sino a los propios límites del pudor de la imaginación.
Como si viviera una Nochevieja permanente, la ciudad despliega a diario toda su pirotecnia al atardecer a intervalos pautados de media hora. Para alcanzar ese paroxismo cotidiano, se envuelve en vertiginosos kilómetros de luces LED, lanza al aire explosiones de miles de litros de agua y lo acompaña de una banda sonora ilustrada que podría competir con los espectáculos de Eurovisión.
En un país ganado al desierto donde prácticamente no llueve nunca, el consumo de agua por habitante triplica el de España. Se obtiene desalando agua marina a base de consumo de energía de carbón, lo que hace que los EAU multipliquen por diez la huella de carbono media mundial. En su delirio imparable, hasta se plantean arrastrar icebergs desde la Antártida, sembrar las nubes de lluvia o construir montañas artificiales para conseguir más agua. No hay nada que se interponga en el camino de la omnipotencia dubaití. Como no es extraño que la temperatura llegue a los 45 grados en verano, los campos de golf tienen que ser regados cuatro veces al día. Pero, contra todo pronóstico, si la vegetación se ve limitada por el clima extremo, se sobreponen a la adversidad construyendo un jardín efímero que cada año ve florecer 50 millones de flores —Miracle Garden, un arcoíris vegetal vomitado por un unicornio— para dejarlo morir inevitablemente cada verano. Lo mismo hacen semestralmente con el Global Village, que cada temporada reinventa y amplía su propia versión del mundo en su totalidad, para dejarlo periódicamente en barbecho con los calores extremos.
Después de pasar unos días en la ciudad, después de zambullirnos en sus piscinas y de saborear su deliciosa comida internacional, tras dejarnos fascinar por su urbanismo de firma y por el lujo extremo de sus centros comerciales, no deja de ser algo hipócrita escandalizarnos por sus excesos y cuestionar sus abusos desde la comodidad de un europeísmo biempensante. Quizá, la única posición verdaderamente ética sería no ir nunca. Porque no se puede ignorar que, tras la esplendorosa fachada, existe una realidad verdaderamente sórdida. Explotación laboral hasta el extremo de lo que organismos internacionales catalogan como nueva esclavitud, con horarios de 14 horas siete días a la semana trabajando en la construcción bajo el sol del desierto por sueldos de 180 dólares mensuales (en un país que casi dobla nuestra renta per cápita), condiciones de vida insalubres y restricciones de movimiento, hacen que, entre las semiocultas estadísticas sobre el suicidio en Dubái, se pueda averiguar que los datos de muerte voluntaria entre los trabajadores inmigrantes indios multiplican por seis los de los habitantes de origen local. Eso por no mencionar una merma de libertades y derechos que pueden llevar a la cárcel a una mujer violada que denuncie a sus agresores, o imponer penas de hasta 10 años por mantener relaciones homosexuales y hasta contemplar la pena de muerte en su Código Penal por esa misma razón.
Los señores feudales, con el emir Mohamed bin Rashid Al Maktum a la cabeza, escoltado por sus 19.000 millones de dólares y sus 23 hijos, han transformado el país de una manera extraordinaria, pero se han dejado atrás algún que otro detalle humanitario. No cabe duda de que quieren dejar su impronta a cualquier precio, tan literalmente como que la próxima torre que patrocina va a llevar su huella dactilar. Una reproducción de su marca digital tamaño plaza de toros se recreará en la base de la Burg Jumeira, el monumento de 800 metros de alto proyectado por el estudio de arquitectos SOM y que está previsto para 2023.
Durante la inminente Expo 2020, el mundo caerá rendido ante los indudables encantos de Dubái, ante su pujanza económica y el milagro de su avance tecnológico. Pero habría que preguntarse, más allá de la fascinación y los placeres que proporcionará, cómo se soporta ese paraíso y cuáles son sus valores más allá del semblante. O, cuando menos, que si nos entusiasmamos con la fachada, no ignoremos lo que subyace, porque quizás así podamos contribuir a que algo cambie.