Di a luz a la hija de mi violador porque las leyes de mi estado no me permitieron abortar
Me vi obligada a dar a luz al fruto de una violación. Mi hija siempre estuvo conectada al hombre que tanto me arrebató.
Os voy a contar lo que sé sobre el modo en que el silencio echa raíces en el interior de una persona hasta que solo queda un aplastante vacío donde debería haber una voz.
Cuando tenía 17 años, me violó un compañero de clase. Era una persona que conocía y en la que confiaba, pero al final, nada de eso importó. Hasta pasados ocho meses, no me di cuenta de que me había quedado embarazada a raíz de la violación. Mi hija, Zoe, había crecido en mi interior con una grave malformación congénita que le impedía pensar, mostrar emociones o relacionarse con el mundo de cualquiera de las formas que hacen que merezca la pena vivir.
Me vi obligada a dar a luz al fruto de una violación, por lo que mi hija siempre estuvo conectada de algún modo al hombre que tanto me arrebató. Vivía en el estado de Alabama (Estados Unidos), que acaba de aprobar una draconiana ley de aborto, pero lo cierto es que a los políticos de este estado nunca les ha supuesto ningún escrúpulo ético controlar a las mujeres y quebrantar su autonomía. Para ellos, somos peones en el juego de la política, por lo que les importa muy poco (o nada) nuestro sufrimiento. No tienen ningún interés en escuchar puntos de vista o historias como la mía, pero estoy obligada a alzar la voz, porque de lo contrario quizás la siguiente mujer no pueda hacerlo.
Mi historia empieza en la piscina con un hombre en un parque acuático de Destin (Florida), con 9 años. Me agarra al pasar a mi lado, mete la mano por debajo del flotador de donut y empieza a deslizar los dedos por mis muslos hasta la entrepierna. Me frota con el pulgar. Alzo la mirada hacia el hombre, estupefacta. Quiero gritar, pero él me sonríe. Sus ojos me miran de arriba abajo. Me dice para calmarme: “Parecía que te estabas escurriendo, solo quería ayudarte”, y me suelta. Me quedo flotando a la deriva por el Lazy River, con la entrepierna ardiendo y el corazón a tope, pero no digo nada porque el hombre solo quería ayudarme.
En el segundo semestre de mi primer año de instituto, estoy fuera esperando a que mi madre me recoja. Un chico al que no conozco de nada sale corriendo de detrás de unas columnas, llega hasta mis espaldas y me agarra del culo. Me tropiezo hacia delante y giro la cabeza rápido, justo a tiempo para ver cómo sale corriendo hacia el gimnasio. ”¡Me ha tocado reto!”, me explica a gritos, pensando que es una excusa válida para manosearme y agarrar mi cuerpo como si fuera un trozo de carne de presa.
Bailo con un chico en una gala en mi segundo año de instituto. El siguiente lunes, empieza a acosarme en el colegio. Empieza a seguirme a mis clases, aunque en ningún momento le he dado mi horario; le pregunta dónde vivo a la gente que me conoce; me acorrala cuando estoy sola en el patio e intenta besarme. También escribe historias violentas sobre mí en clase después de haberle rechazado. En esas historias, me rebana la garganta por haberle traicionado, por haberle dado falsas esperanzas (por ser amable y sonreír). “Nos ha hecho eso a la mitad de las chicas de clase”, me explican mis compañeras. “Los profesores no hacen nada”.
Estos locos no son mi violador. Mi violador no es ninguno de los hombres que empezaron a acosarme desde las ventanillas de sus coches desde que cumplí los 13 y a gritar todas las fantasías que les gustaría hacer conmigo, cuyos silbidos lascivos son penetrantes y siempre me recuerdan que soy un objeto de exposición. No, no son mi violador, pero todos ellos me arrancan una parte de mí: mi autonomía, mi dignidad, mi sensación de seguridad. Lenta y dolorosamente, dejo de ser yo misma.
No es la primera vez que he escrito sobre la noche en la que me violaron, pero en ocasiones como esa, hay que remontarse al origen del trauma. Tengo que seguir extrayendo el veneno de la herida si quiero hacer algún progreso o si quiero llegar a curarme. Me niego a dejar que la infección se extienda, no puedo seguir permitiendo que siga anidando en mi lengua.
Volvemos al Antes. Tengo 17 años, estoy en mi penúltimo año de instituto. La oscuridad de mi cocina es como una boca abierta. Tengo el cuerpo inclinado contra el granito de mi encimera. El borde se me clava contra el estómago. Unas manos que no son mías me rodean la garganta, con los diez dedos anclados como garras. Son manos en las que confiaba, las manos de un compañero de la clase de Álgebra II. Intento detener las manos que me están bajando los pantalones cortos, agarrándome la garganta e inmovilizándome, unas manos que había rozado en clase al pasarnos un lápiz o un chicle.
Mi corazón está desbocado y mi propia sangre está prisionera en mis venas. No sabía cómo habíamos llegado a ese punto cuando hasta hace dos horas estábamos estudiando ecuaciones de segundo grado y viendo una película. Cuando sus dedos empezaron a deslizarse hacia mi entrepierna, supe que estaba a punto de pasar algo malo, un instinto visceral. Lo llaman así porque es ahí donde antes se siente: una pesadez que te sube por el estómago hasta la garganta, donde empieza a arder.
No sé en qué está pensando ni si yo le he dado pie a hacer esto con mi cuerpo por mi reticencia, cuando me he levantado y me he ido a la cocina. Estoy tan acostumbrada a estas alturas a que los hombres desistan cuando me opongo a ellos que no se me pasa por la cabeza que él me vaya a seguir hasta la cocina. Aunque esté sucediendo de forma real e innegable, sigo sin poder creérmelo. El curso de la vida se queda atrapado en mi interior; yo misma estoy atrapada dentro de mi cuerpo, un cuerpo que nunca he notado tan pesado. Mis dientes están apretados, pero mi espalda se dobla con tanta facilidad como una cerilla.
Siento cada centímetro de mi carne y mis huesos, siento hasta mi sombra estampada en la pared. La vida es desconcertante, horrible e ineludible en este momento. Mi mente sigue formando parte de mi cuerpo, pero yo no quiero. Su cuerpo está dentro del mío, pero yo no quiero. En algún momento en mitad de todo, veo el aceite usado que ha quedado en una sartén porque mi madre estaba demasiado cansada para limpiarla.
¿Estoy gritando? Sí, pero en silencio. Sin palabras. Me encojo. Atrapo al vuelo todas las palabras que quiero decir y les digo: “Quedaos quietas, no os mováis” mientras él me dice: “Quédate quieta, no te muevas”. Mantengo los ojos fijos en el suelo. Me fijo en lugares en los que no estoy: los azulejos blancos y la raja que los recorre. Pienso que me voy a morir entre una respiración y la siguiente, que me voy a acurrucar y desaparecer de forma tan silenciosa y absoluta que ni siquiera parecerá una muerte.
Este es el momento que mejor recuerdo: el momento en el que pierdo las fuerzas, mi cuerpo deja de resistirse y el resto de mí se deja arrastrar. La mano que tengo en la garganta se va. Me veo desde la otra punta de la habitación. Estoy aquí, y ella (alguien que soy yo y alguien que desde luego no soy yo) está allá, ya no somos la misma persona. Se suele decir: “No estás sola”, pero en ese momento sí que estoy sola. Estoy atrapada dentro de un instante del que nunca podré salir y debo ceder y abandonarme ahí. Lo que me queda son las enormes fauces abiertas de la vergüenza y el silencio.
Logra arrancarme la voz. Desde ese momento, estoy siempre asustada y con miedo de que mi violador vuelva a por mí. Lo veo al otro lado del aparcamiento y me prometo que nunca contaré lo que pasó esa noche, porque prefiero cargar con esta vergüenza que revivir la humillación y la violación.
Me quedo embarazada a raíz de la violación, pero no me doy cuenta hasta mucho tiempo después. Pierdo peso. No me resulta raro pasar meses sin tener la regla porque soy atleta y tengo un trastorno hormonal que no me diagnosticarán hasta 10 años después.
Camino, hablo y sonrío, pero una parte de mí está convencida de que murió esa noche en la cocina y de que mi mundo ya no es real. Me quedo paralizada en cuanto la realidad trata de reivindicarse. Me viene a la mente constantemente el pensamiento de subir a la azotea de un edificio y dejarme caer para ver cómo se acerca el suelo hasta encontrarse conmigo. Es lo primero en lo que pienso cuando el test de embarazo da positivo. La médica me dice que el bebé ya tiene ocho meses y subo hasta la azotea del rascacielos.
La médica explica que mi hija tiene hidranencefalia y que su cerebro no ha logrado desarrollar los dos hemisferios, que ese hueco que queda está lleno de líquido cefalorraquídeo. El único motivo por el que sigue desarrollándose de algún modo es porque su cerebelo y su tronco encefálico se ocupan de las funciones vitales más básicas para mantenerla con vida. Si nace, sufrirá y morirá muy, muy joven. Doy un paso al vacío.
La médica me dice que, pese a todo, no puedo abortar para evitar el sufrimiento de mi bebé o el mío. El estado de Alabama no hace excepciones cuando el embarazo está tan avanzado y mi familia no dispone de los medios para viajar a otro estado para abortar, así que me hundo, me sigo hundiendo y no toco fondo.
Doy a luz a Zoe el 27 de octubre de 2005. Tengo 18 años y estoy abierta de piernas delante de una sala repleta de médicos mientras empujo para traerla al mundo. No llora, pero respira. Es mi madre la que llora. Están esperando por si acaso mi bebé muere y yo pierdo la cabeza violentamente. No puedo estar ahí para esto. No puedo seguir en esta habitación. Veo cómo se mueve el minutero del reloj.
Cuando por fin me la traen, veo que ha heredado mi pelo rojizo, pero no puedo mantenerle la mirada. No quiero cogerle cariño porque sé cómo acabará algún día, pero la quiero igualmente. Es ciega, sorda e incapaz de succionar. Ya está empezando a morir, como todo el mundo desde el momento en que nace, pero ella va mucho más rápido.
Tengo un asiento reservado en primera fila para presenciar el sufrimiento de mi hija durante todo un año. El duelo se acerca día a día, sin piedad, imparable. Cada instante hasta el último momento lo vivirá sufriendo. Me levanto por la mañana para cambiarle el pañal y veo un sarpullido muy rojo que no estaba ahí cinco horas antes. Le pido perdón y se me caen lágrimas en el cuello del pijama mientras le unto hidrocortisona. Incluso esta clase de estímulos al dolor le provocan convulsiones tonicoclónicas. Se le agarrotan las piernas y su cuerpo queda tan firmemente bloqueado que tengo miedo de que se le rompan los huesos. Le diagnostican también diabetes insípida. Le tienen que meter la vía por una vena de la cabeza porque cualquier otra vena se le rompe en cuanto intentan manipularla. Tiene el cuerpo hinchado porque es incapaz de regular sus propios fluidos. Apenas se parece a sí misma. Sostengo su manita sobre mi palma y acaricio su piel distendida. Apenas distingo sus minúsculos nudillos.
Tengo miedo de tumbarme con Zoe porque tiene un reflujo tan grave que, incluso estando medicada, el riesgo de aspiración es demasiado grande como para que duerma postrada. Zoe no puede llorar, así que no puede hacernos saber cuándo ha vomitado. Siempre la tenemos en brazos. Me siento en la cama con la espalda apoyada en el cabecero, acerco a Zoe a mi pecho para mantenerla caliente y observo los recovecos oscuros de mi dormitorio. Apoyo las yemas de los dedos en la muñeca de Zoe para contar sus pulsaciones y mantenerme despierta.
En mi vida he sentido tan profundamente el paso del tiempo como durante este año con Zoe. Cada centímetro de vida de mi hija se me escurre entre los dedos como arena. ¿Pensáis que no estoy preocupada? ¿Os hacéis una idea de la cantidad de veces que he sostenido a mi hija agarrotada en brazos y me he sentido como un monstruo por no poder ofrecerle ningún respiro? Me culpo a mí misma. Incluso a día de hoy retrocedo a los días siguientes a mi violación. Ojalá pudiera volver, abrir la boca y conseguir que me salieran las palabras para que mi madre, que estaba despierta en su dormitorio, supiera lo que estaba pasando en la cocina y viniera a rescatarme, a mí y a Zoe. Pero las soluciones a las catástrofes siempre aparecen después, ¿verdad?
El corazón de Zoe deja de latir el 6 de marzo de 2007 en una sala de urgencias. Nunca sabremos si es por las convulsiones o por la fiebre que ha empezado a sufrir la noche anterior, pero muere entre un momento y otro. Por la noche, en la cocina que es el epicentro de mi silencio, me quedo mirando el armario de los medicamentos y me pregunto cuánto tendría que tomar para irme a dormir y no despertar jamás. Solo tengo 19 años, pero siento que todo se ha acabado, el mundo, mi vida y el futuro con el que soñaba. Pienso que nunca volveré a mirar mi cuerpo y verlo como un cuerpo, sino más bien como la escena de un crimen. Nunca dejaré de sentirme violada. Nunca terminará mi sufrimiento. Acabaré conociendo estas emociones inflamadas mejor que a mí misma. Serán mis eternas compañeras.
Así tratamos a las mujeres donde vivo, aquí, en Alabama, donde hombres que nunca han estado dentro de mi cuerpo, ni se han visto obligados a sufrir mis circunstancias y nunca han sentido la mínima parte de mi violación siguen empeñados en apropiarse de forma divina de mi autonomía. Me provoca muchísima rabia y tristeza su estrechez de miras, su incapacidad de percibir la realidad y su afán por utilizar nuestras vidas y nuestro bienestar a cambio de votos.
Las restricciones de la nueva ley del aborto en Alabama no tienen nada que ver con la piedad o con la preservación y santidad de la vida. Los políticos de Alabama que votaron a favor de esta ley no se preocupan por los niños una vez que han salido de nuestro vientre. No les importa si es un niño deseado, si tiene para comer, si lo quieren o si cuidan de él. No les importa todo lo relativo a las mujeres y los niños ni tampoco si acaban viviendo en la indigencia.
Nuestros políticos demuestran no tener ningún deseo de comprender la destructiva naturaleza del silencio de las víctimas de violaciones e incestos. Basan las leyes en sus fantasías idealizadas sobre cómo quieren que sientan y actúen las mujeres que sufren este tipo de embarazos. Esta ignorancia voluntaria supone un acto de violencia en sí mismo. Me pone los pelos de punta y me revuelve el estómago que otra persona haya conseguido meterse dentro de una parte de mí, sin siquiera tocarme o sin darme la oportunidad de dar mi opinión. Esta ley no es compasión, es cobardía, y los políticos que la apoyan nos deshonran.
No me avergüenza admitir que habría aceptado la opción del aborto en estado avanzado si me la hubieran ofrecido. Conozco la importancia de tener elección, ya que también sé lo que es que te arranquen el poder de decisión hasta dejarte en caída libre. Debería haber sido decisión mía, no de un intruso que nunca experimentará mi realidad ni la de Zoe.
Habría hecho cualquier cosa, cualquiera, por evitar aunque fuera un instante del interminable sufrimiento de Zoe. Me han llamado egoísta por ello. Me han dicho que soy cruel. Me han llamado ingrata por no celebrar cada instante que pude vivir con mi hija, ya que muchos padres desearían una porción de ese tiempo con sus hijos. Pero explicadme cómo se hace para sentirme agradecida por ver a mi hija sufriendo, incapaz de relacionarse con el mundo que la rodeaba y de de sentir alegría, furia o mi calamitoso amor.
Ahora tengo familia: tres hijas graciosas, brillantes y llenas de luz. Un día tendré que dejar que vuelen a lugares donde mis manos no llegarán. ¿Cómo las protegeré entonces? No siempre podré escudarlas con mi cuerpo. Por eso alzo cada vez más la voz y uno esta voz a la de la multitud, porque no quiero para mis hijas lo que viví yo. No quiero que sufran la maliciosa carga del silencio, no si mis palabras pueden volar y romper ese silencio.
Aquí, en Alabama, me dicen a menudo que cuando una mujer se queda embarazada, su cuerpo deja de pertenecerle. Yo discrepo. Llevo 31 años viviendo en este cuerpo y conozco sus limitaciones y sus éxitos. Estoy volviendo a conocer el sonido de mi voz. Conozco el coste de mis cicatrices más profundas y cargo con ellas porque no me quedó otra opción. Nadie puede llevar mis cicatrices por mí. Es mi cuerpo y sé lo que es que alguien lo invada.
Ahora dime: ¿de verdad piensas que mi cuerpo no me pertenece?
Dina Zirlott es también autora del blog ‘Ojalá hubiera abortado en vez de tener a mi hija’.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.