Derribemos todas las estatuas
Es como querer borrar la historia antigua, medieval y moderna porque desde nuestra percepción del año 2020, ese año tan estrambótico, es condenable.
Un fantasma recorre el mundo: la iconoclasia. Miles de personas en Estados Unidos, Reino Unido y ahora también en Europa y América Latina se han lanzado a la excitante destrucción de monumentos públicos. La lectura analítica de esta ola nos deja cuatro conclusiones, la primera es que los monumentos conmemorativos suelen ser muy feos, la segunda es que cuando una sociedad no es capaz de aniquilar a un personaje histórico sus tataranietos lo aniquilarán en efigie. La tercera es que es una pena que, cuando acaben con las efigies de Colón, fray Junípero Serra y hasta Cervantes, no empiecen con las esculturas de las rotondas españolas, empezando si fuese posible por las de Murcia. La cuarta y última es que la destrucción de un monumento demuestra su vigencia, porque no se ataca lo que ya no significa nada. Quién iba a decir que, en pleno 2020, las estatuas de los conquistadores iban a ser atacadas en Estados Unidos, aunque 2020 es un año al que parece caberle todo.
Nada tan relajante como destruir mobiliario urbano para parte de la población, pero si ese mobiliario es un elemento simbólico se puede alcanzar el nirvana nihilista, es una constante histórica. Ya Plinio el viejo habló del exceso de monumentos en la antigua Roma por el descontrol autocelebrativo. Todo tribuno se colocaba su retrato en una calle con la tolerancia del senado. Eso se acabó y la historia fue borrando todos aquellos nombres irrelevantes, salvo en el caso de algunos afortunados que han llegado a nosotros por sus logros o por sus crímenes, como el saqueador Verres o el conjurado Catilina en las palabras de Cicerón. Hoy no todos pueden poner su estatua en un parque pero sí aprovechan la inauguración de una alcantarilla si hace falta para poner en una placa “Este banco del parque fue inaugurado por don José López, concejal de urbanismo o presidente de la comunidad de vecinos, o ministro o ujier del Congreso”. Nada tan atractivo como dejar nuestro nombre a la dudosa e infiel posteridad, porque ser un héroe o un villano depende del tiempo en que eso sea valorado, a los acontecimientos actuales me remito.
La historia de la iconoclasia es de una belleza feroz, uno de los temas de mi vida. En un plano estrictamente histórico interesa tanto la destrucción de las obras de arte como su creación pero en algunos casos hay que reconocer que la primera es mucho más sugerente. Me fascina la destrucción por motivos políticos y religiosos, desde la damnatio memoriae de las esculturas del herético Akenatón en el Antiguo Egipto hasta esos anormales de DAESH picando monumentos persas. En todos los casos vuelvo al punto anterior, atacando esos monumentos se les ensalza, se demuestra su vigencia y se culmina el proceso comenzado con su erección.
Normalmente se atacan las obras bellas pero en el caso de los actuales retratos (frecuentemente imaginarios) de personajes históricos es su carácter histórico desde un punto de vista presentista muy pobre. Si quieren acabar con los esclavistas hasta el siglo XIX habrá que derribar las estatuas desde Julio César a los Médici pasando por todos los reyes de Inglaterra, Bélgica, Holanda, España y el resto de Europa, porque no existía apenas condena moral de la esclavitud. Son muchas estatuas, tumbas, frescos, pinturas… es como querer borrar la historia antigua, medieval y moderna porque desde nuestra percepción del año 2020, ese año tan estrambótico, es condenable.
Tal vez habría que recordar a Marvin Harris y repensar en las técnicas de eugenesia que se han utilizado en todo el mundo, que iban de la introducción de ramas secas en el útero para abortar hasta colocar un palo en el cuello del bebé ya nacido y saltar sobre los extremos. Hasta hace unas décadas se mataba a los niños que no se podían mantener ahogándolos y se contaba que durante la noche la madre lo había aplastado sin querer o que una serpiente se había colado y el niño había confundido su cola con el pezón materno, muriendo de hambre. Eso es historia de la humanidad. Sí, la vida es cruel. Parece obvio, pero habría que explicárselo a los buenos muchachos y muchachas que atacan las estatuas de Cervantes y, probablemente, piensen que jabalíes y los suricatos son amigos de los leones buenos.
Que se tire al mar el busto de un esclavista del siglo XVII en el XXI no tiene mucho mérito, tiene más que los barceloneses tirasen al mar el de Isabel II que presidió la escalera del Liceu hasta que, durante la gloriosa revolución de 1868 acabó en las aguas del puerto y perdió la nariz, como vimos en “La caja entrópica”, aquella maravillosa exposición de Francesc Torres en el MNAC. A veces se puede acabar con la imagen del tirano casi a tiempo, no se me quitan de la cabeza la belleza de las estatuas ecuestres de Franco volando bajo una grúa camino de un oscuro almacén, tan oscuro como su España destrozada y reprimida.
Lo extraño es que hay poesía en esa demolición del monumento al héroe que luce esplendoroso en La mirada de Ulises de Theo Angelopoulos cuando una barcaza remonta el río con el despiezado monumento blanco de Lenin. Al hilo de esa imagen si hay una agresión a un monumento que debería pasar a la historia del arte del siglo XXI, y es el monumento al ejército soviético, en el Jardín del Rey de Sofía, la capital búlgara. Es una de esas exhibiciones de músculo y tipos guapos que, pretendiendo ser heroicas resultan un tanto gay y que proliferaron durante el Pacto de Varsovia. Cuando este se dio por finiquitado el monumento se quedó, pero como lienzo para protestas políticas. En 2011 artistas anónimos lo pintaron durante la noche, convirtiendo a los soldados en personajes de Márvel y Dc, de Superman a Joker, incluyendo un Ronald McDonald. En 2012 les pintaron la máscara de Guy Fawkes, el héroe de Anonymous. Al año siguiente amaneció de color rosa en honor a las Pussy Riot. Ha sido un grito contra la ocupación de Ucrania, contra la opresión en Polonia y otras causas que han llegado a obligar a Putin a pedir que los búlgaros dejasen en paz el dichoso monumento. Menos mal que Stalin no levanta la cabeza.
Todo es muy extraño, tanto que bromeamos con la llegada de los aliens este año catastrófico, pero casi tan extraño como esa improbable invasión es que los viejos y feos monumentos erigidos en los siglos XIX y XX cobren esta sorprendente vigencia para una sociedad desorientada que no ha entendido la historia y, tal vez por eso, se encuentra en esta encrucijada múltiple y oscura. En esta deprimente tesitura me parece bien que se derriben esas esculturas, pero habría que entender dos cosas: una, que derribar una estatua de Stalin no es ninguna venganza y dos, que si hay que hacerlo había que hacerlo estando vivo Stalin.