Dejemos que la ficción siga siendo ficción
Una serie de nuevas condiciones impuestas a las películas que quieran optar al Oscar han suscitado controversia...
Hace algunos años se desató una polémica cuando Hari Kondabolu, un cómico neoyorkino hijo de inmigrantes indios, cargó contra Apu, el personaje de Los Simpsons, por considerarlo un estereotipo negativo de la comunidad india estadounidense: jornadas excesivas, familia numerosa, vestuario desfasado y, por supuesto, un marcado acento. Acento que, por cierto, era interpretado por Hank Azaria, un actor de doblaje norteamericano que lo forzaba, lo cual era también parte de la querella. La controversia llegó al punto de plantear que el personaje debía ser eliminado. Nadie duda de que cada comunidad, cada minoría y, en general, cada problema humano, deba ser tratado y abordado con toda la seriedad que merece en el mundo real. El asunto es que Los Simpsons es una comedia, es decir, una producción que intenta parodiar la realidad. Y, sobre todo, que se trata de ficción.
Y esa confusión entre lo real y lo ficticio, que se debería superar a los dos años de edad, está en la base de una polémica que sería absurda si no fuera porque proporcionó a Kondabolu grandes dosis de notoriedad (tal vez el motivo real por el que puso sobre la mesa tan ácida reclamación). Absurda porque, de materializarse su argumento, acabaría con Los Simpsons y con la mayoría de creaciones contemporáneas. Es verdad que Apu es un personaje deliberadamente distorsionado. Pero sobre todo es eso, un personaje. Un ser que solo existe en la ficción. Y la cuestión es que, si aplicamos el argumento de Kondabolu en rigor, también debería ser eliminada Marge, sin duda un estereotipo hiperbólico del ama de casa estadounidense. Y por supuesto el bar de Moe, calco mordaz de tantas tabernas de barrio yanquis. Y claro, tampoco debería sobrevivir Montgomery Burns, prototípica mofa al hombre de negocios estadounidense. Y así sucesivamente, hasta que todos los personajes fueran eliminados o, lo que es casi peor, fueran sustituidos por entes neutros, equidistantes, grises. Y después habría que desmontar la propuesta creativa en sí misma, pues la familia Simpson y todo lo que les ocurre no es sino un gigantesco estereotipo que deja en mal lugar a la familia media estadounidense: torpes, glotones, violentos, zafios. Eliminado por fin este argumento, una de las series de animación más longevas y exitosas de la historia quedaría convertida en una nada sobre la nada.
Sea como sea, aquella polémica, como tantas otras, quedó en el pasado y para muchos en el olvido. Lo que no imaginábamos es que aquello no era un hecho aislado, sino más bien el comienzo de una era.
El asunto es que ahora, en un posiblemente bienintencionado gesto que le aleje de las críticas sobre su falta de diversidad, y alineándose en cualquier caso con las filas de la corrección política, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas ha decidido imponer una serie de condiciones a las películas que quieran optar al Oscar. Algo que, de nuevo, ha vuelto a suscitar controversia.
Llama la atención que la Academia, tras casi un siglo de existencia dedicada a una labor creativa como es el cine, comience a hablar ahora de criterios y estándares, incorporando así el vocabulario de una agencia acreditadora a lo que, hasta el momento, era una gala de entrega de premios. Nada hay que objetar, por descontado, a la inclusión de los grupos más vulnerables o menos representados en un proyecto empresarial cinematográfico, como en cualquier otro. Pero sí es llamativo que la Academia, que pensábamos que, de nuevo, era una entidad experta en cine, se convierta ahora para este fin casi en un organismo regulador y establezca, a su sola discreción, cuáles son los grupos de baja representación y los grupos étnicos o raciales (sic) y cuáles no. Y llama la atención aún más que se elaboren listados de estos grupos para agregarlos en el puntaje final, tratándolos como si fueran ingredientes para una pizza: un actor principal, el 30% de los secundarios, tres ejecutivos creativos y seis técnicos. Sería interesante saber cómo han llegado a pronunciarse de modo tan preciso sobre el pesaje de cada colectivo en la receta final.
Pero sin duda, el más sorprendente es el criterio A3, que reza que el argumento principal debe estar centrado sobre uno de los grupos subrepresentados. Y lo es porque, si bien los demás abordan cuestiones de gestión, este afecta de lleno al proceso creativo. Nadie duda de que necesitemos más narrativas sobre minorías y grupos en riesgo de exclusión social. Lo que es cuestionable es que los creativos tengan que plantearse unos argumentos en lugar de otros, como una pieza más en su ya de por sí difícil labor, si es que quieren optar a estos premios. Lo que flota por encima de esto (aunque no sea un criterio necesariamente obligatorio, pues hay otros que se pueden escoger), es ir cercando la labor creativa, en una línea que probablemente bebe en la misma fuente que el test de Bechdel/Wallace.
De nuevo, lo que estos planteamientos se saltan a la torera es que la ficción es ficción y la realidad es realidad. Se dirá que los premios son opcionales para cualquier proyecto cinematográfico, algo tan cierto como que la Academia no puede negar su posición de referente planetario en este ámbito. Se dirá también que es constructivo forzar narrativas sobre colectivos infrarrepresentados, porque cualquier relato que les otorgue voz es positivo. Sin embargo, todos sabemos que esto no es necesariamente así. El “caso Kondabolu contra Apu” muestra precisamente que el objetivo de algunos grupos no es solo obtener su cuota de representación (Apu la tenía), sino aparecer siempre como inmaculados o exitosos. Si en cualquier ámbito de la vida es difícil que llueva a gusto de todos, cuanto más no lo será en el mundo de la ficción, donde la mirada personalísima de cada uno hace imposible cualquier objetivación.
Saturno devorando a su hijo muestra un horroroso acto caníbal que, afortunadamente, nadie tendrá que presenciar. Porque se trata del resultado de un proceso creativo cuyo valor es simbólico y no real. Pretende interpelar, sugerir, generar una reacción. Nadie en su sano juicio propondría descolgar ese lienzo del Museo del Prado porque no corresponde con la sociedad en la que queremos vivir, en la que obviamente los niños deben estar a salvo. Tampoco nadie se atrevería a retirarlo argumentando que puede alentar la violencia de los padres contra sus hijos. Ni, por supuesto, nadie se imaginaría a un organismo regulador, oficial o de hecho, imponiendo a Goya sus criterios a la hora de escoger los temas para sus obras. La cuestión no es solo que el de Fuendetodos pertenezca a otra época, sino que nadie tiene ninguna dificultad en reconocer que ese cuadro es una manifestación artística y que, por tanto, se sitúa en la órbita de la ficción, y no en la de la realidad.
Es verdad que a veces entramos en contacto con argumentos que no nos gustan, como quizá la tal vez malinterpretada Guapis. O que van en contra de lo que pensamos o sentimos. Pero en ocasiones la creatividad se trata de eso, de ficcionar aspectos de la realidad, incluso estereotipándolos, precisamente para ponerlos en evidencia. Y, aunque no fuera así, siempre podemos optar por renunciar a participar de ellos, criticarlos o, mejor aún, elaborar nuestros propios relatos.
Ser creativo no es una tarea fácil. Hacer cine menos aún. Nos encontramos con una industria que está constantemente vapuleada por la piratería, por las plataformas digitales y por la abundancia de productos sustitutivos. Este nuevo paso no deja de representar una dificultad más. Si la idea es continuar por esta vía hasta que absolutamente nadie en la faz de la tierra pueda interponer una sola objeción a ninguna película, es decir, si cada cinta debe corresponder con la sociedad utópica soñada por cada uno de los ciudadanos del globo, pronto nos encontraremos con que, en algún momento de ese camino, el cine dejará de ser cine. Porque la ficción será tan impostada y ridícula que preferiremos cualquier otra cosa. Quizá, por ejemplo, desempolvar nuestras grabaciones de Los Simpsons para volver a reírnos con Apu. Que no es lo mismo que reírse de él.