De sorbo en sorbo
Doy fe de que en Escocia los blenders (alquimistas de bodega) se reían de nosotros, pobres españolitos, por obstinarnos en beber whiskys de doce, quince y hasta veinte años, mientras que ellos rara vez permitían que su copa albergara más de ocho primaveras. El whisky es un destilado al que un largo envejecimiento en barrica puede fatigar.
Y mucho.
Los maltas de las Highlands, sangre de alambique obtenida en destilerías desde las que se otean las islas Orcadas, atrapan la sal del oleaje. Pudiera ser que Tirso de Molina, tan de secano, pensase en una copa de escocés cuando escribió:
Mal haya aquél que primero
pinos en el mar sembró
Hubo un tiempo en que la inmensa mayoría se envejecían en botas usadas de vino de Jerez. Pero, desde que dejó de exportarse vino en toneles, descubrieron que era mucho más barata la barrica de bourbon y otras maderas. Ahora, los maltas envejecidos en botas jerezanas son una minoría exigua.
Moda y economía son fríos siameses que pasean exhibiendo su unión. Marx estaba sobrio cuando afirmó que todo esconde un transfondo económico.
Si no es por el yodo, el buen whisky se deja acompañar por la miel de brezo, por el hierro, muy leve, o por la turba entre la que se escabulle el agua en los manantiales. Las grandes destilerías, que a veces lo son en su doble sentido, presumen de manantial propio. Circunstancia a la que no son ajenos, y en ella inciden, esos cerveceros empecinados en fomentar mi orografía barriluda.
Claro, que de poco sirven el tamaño de la destilería y el del monstruo de cobre, si después las medidas con que te castigan en el pub están más cerca de la medicina que del placer.
Un amigo barman que oficiaba tras una barra londinense me contó, sin asombro, del mesetario que, tras pedir scotch lo trasegó de un sorbo como en el viejo Oeste y añadió: “Me gusta. Póngame”.
Así se explican los dieciséis whiskys con los que Dylan Thomas batió el récord que lo mataría. Si hubiera escrito sonetos, le habrían bastado catorce.
Huston, que, al final de sus días, tras colgar rifle y cámara, se arrepentía de haberle hecho más caso al whisky que al vino, le prestó a Sterling Hayden una frase memorable, dicha en el paisaje de Louisville, allí donde el cielo y las praderas son azules (bendita blue grass hollada por los caballos): “En Kentucky, el agua es tan buena que hasta el whisky sabe bien”.
Paradójicamente, el mejor cóctel con whisky (no conozco muchos) seguirá siendo el mint julep, ese que, en tardes de Derby, aparea hielo frappé, hojas de menta, azúcar o sirope de arce, y oscuro bourbon.
Tampoco recuerdo recetas de cocina o pastelería en las que el whisky tenga protagonismo. El porridge, esas hospicianas gachas protestantes a las que en el tramo final se les añadía una plegaria de whisky, siempre se me antojó un truco parecido al del chorro que bañaba la extinta “tarta al whisky”.
Ninguno de ellos alcanza ni siquiera la consideración de trampa.
El alma, el espíritu, la esencia de ese ópalo en el cristal precisan que se beba solo; quizás con un saludo tímido de agua Nessie. “Si Dios hubiera querido que el whisky se bebiera con hielo, Escocia estaría en el Polo Norte”, decían en otra película.
Puede que el alcohol no sea una solución; el hielo, desde luego, no lo es.
Si una bebida exige un frío excesivo es que algo no se ha resuelto bien. Se me congestiona el alma cuando algún despiadado sumerge en el cubo, como un Titanic rodeado de icebergs, un champagne milesimado o un borgoña grande (blanco, digo. Si es tinto, ya es para retirarle la palabra).
La geografía del whisky, por fortuna, se ha expandido. Los modernos exploradores harán bien en llevar bajo el salacot un vaso de boca ancha y buen cristal. No sólo tendrán que hacer escala en la melancolía de Irlanda, donde la tradición requiere suavidad (Cuando bebo whisky bebo whisky, y cuando bebo agua... y un escalofrío recorría al maravilloso borracho Michaeleen O´Flynn), sino que harán bien en recorrer las llanuras del Medio Oeste de los Estados Unidos, donde manda el centeno, agreste y tostado como la sombra de Salinger.
Canadá ha conseguido que sus whiskys, esos ryes antaño tan robustos y ahora delicados como un cruce entre leñador y bailarina, ofrezcan dulzor sin resultar empalagosos y que nos perturben con sabores malteados y brillantes. Sospecho que el arce de su cuna tendrá algo que ver en ese juego..
Incluso los franceses, maestros del alambique, están logrando tragos con raza, apenas tocados por la madera y de final rotundo y seco. Cuánto agradezco la sobriedad en la copa, especialmente cuando a destilados me refiero.
La caída en picado, el manifiesto descalabro de tantos brandys españoles se debe, en buena medida, al reiterado error de edulcorarlos con la vana pretensión de que gusten a la mayoría.
Volviendo al whisky, el viajero que sienta curiosidad puede pasar por Segovia… a comer cochinillo.
Aunque la gran sorpresa se la llevará al beber un sorbo de malta japonés: equilibrados, cálidos, largos y redondos. Su graduación alcohólica es, ahora, semejante a la de sus hermanos escoceses. Los primeros que conocí resultaban tan extraordinarios como peligrosos, con más de cincuenta grados al acecho bajo un kimono de seda, afilados como una katana y tranquilos como un haiku.
Con el whisky solo me permito una leve heterodoxia: servirlo en una fina y amplia copa, dejar que se duerma en el cristal hasta que lo despierte mi nariz, y beberlo a cámara lenta, sintiendo su salina caricia de oro fundido.