De reyes y princesitas
El rey habló de su hija todo el discurso, de casi media hora. Mientras ardía Barcelona.
De toda la vida sabemos que los reyes, en general, son distintos a nosotros. Que aunque no venga en el Génesis, Dios creó al hombre, a la mujer y luego, a la monarquía. Y la situó por encima del bien y del mal y, por supuesto, del resto de los mortales. Así es, y así nos lo han contado, desde pequeñitos.
Los reyes vivían en sus palacios, buscando los mejores partidos para sus hijos e hijas, buscando ampliar los territorios y asegurar la paz y dejar asegurado, faltaría más, el furo de su dinastía. Con sangre real, por supuesto, que aún recuerdo el cuento de La Princesa y el Guisante, clásico en mi infancia, en el que una reina, empeñada en buscar la mejor esposa para su hijo, somete a todas las candidatas a una dura prueba, la de detectar un guisante colocado bajo veinte colchones. Sólo así se sabría si su sangre real era auténtica. Docenas de candidatas fueron desechadas, hasta que llegó la auténtica princesa, que se levantó llena de moratones por la molestia de la dichosa bolita verde. Y se casó con el príncipe, y comieron perdices y todas esas cosas.
Esto ha sido un lapsus, que ya no hay colchones de lana y el látex puede con toda la cosecha de guisantes. Pero viene a cuento por lo que todos pudimos ver con ocasión de la entrega de los Premios Princesa de Asturias, y el debut de la heredera al trono de España. Mientras en una ventanita de las pantallas mirábamos horrorizados cómo ardía Barcelona. Pues eso. Alfombras imponentes, arañas de cristal, modelazo de la reina y uniforme de gala para el rey y las niñas, monísimas, rubísimas y con la lección bien aprendida.
Cuatro o cinco minutos de lectura, sin perder la sonrisa, ante la atenta mirada de sus padres. Emocionados, normal, aunque sean reyes. Los plebeyos también se emocionan cuando sus retoños hacen teatro, bailan en el cole o reciben un premio en la biblioteca. Y lo cuentan a todo el que quiere oírles. Lo bien que lo ha hecho su niña, lo tranquila que estaba, que no se ha aturulladlo…
El rey, padre también, hizo lo propio. Hablar de su hija todo el discurso, de casi media hora. Y, repito, mientras ardía Barcelona. Puedo entender que no hiciera ninguna alusión por no amargarle a fiesta a su hija. Pero es rey. Y tanto él, como la adorable niñita rubia tienen que encontrar el guisante bajo los colchones, y soportar la mala noche. Lo llevan en los genes, en las venas, por aquello de sangre real, y, por supuesto, en el sueldo.
Me diréis que no era el sitio ni el momento apropiado. Puede. Pero era una realidad y no podía dejarse de lado. No podemos ser los de siempre los tolerantes, los que aceptemos, como irremediable, que hablar de reyes es hablar de una burbuja de palacios, yates, cacerías, viajes exóticos y demás, con la única obligación de salir a saludar de cuando en cuando.
Cierto es que así es como nos lo enseñaron desde pequeños ¿Quién no ha leído un cuento de príncipes y princesas? Guapísimos, apuestos, bellas hasta quitar el aliento, viviendo felices desde la primera línea hasta el “y colorín colorado…”.
Pero la realidad traspasa las tapas troqueladas del cuento; no podemos seguir afanados en quitar de las camas el guisante que molesta sus reales cuerpos, mientras los nuestros soportan todos los rigores imaginables.