De la tertulia anónima a la soledad del hombre moderno: ¿Quiénes somos?
La necesidad de las redes sociales no es solo un capricho social, es una necesidad cultural.
La escena ocurrió antes de la rígida cuarentena obligatoria debido a la emergencia sanitaria del coronavirus. Recuerdo que, ya por entonces, me preocupaba lo suficiente la idea del desarraigo moderno como para hacerme algunas preguntas, de modo que pensé –y traté de encontrar– una forma de entender qué nos hacía sentir vinculados –o no– en nuestra época. El experimento parecía sencillo: un grupo de seis personas nos sentamos en una mesa de restaurante para tomar un café juntos. Sin celular. Tampoco tablet, Kindle o cualquier otro artilugio electrónico. Solo un grupo de tres hombres y dos mujeres que comparten intereses en común que desean pasar un buen rato juntos. ¿La intención? Demostrar qué tanto daño ha causado a la comunicación moderna la interminable conversación virtual en el mundo 2.0 y sus infinitas ramificaciones.
Mi amigo José (no es su nombre real) no se lo tomó en serio. Colocó el teléfono sobre la mesa y nos miró a todos con aire de triunfo. Gabriel (tampoco es su nombre real) tomó su maletín de trabajo y lo colocó en una silla, a la suficiente distancia como para que le resultara difícil alcanzarlo. Pedro (es su nombre real e insistió en que lo usara) me preguntó si podría guardar su teléfono celular en el bolsillo. Mi amiga María (no es su nombre real) soltó una carcajada y sacudiendo la cabeza, extendió la mano.
- No señor, a la mesa — dijo — si todos sufren, tú también.
De manera que con gesto tenso, Pedro la obedeció. Yo también lo hice, claro está: Añadí mi celular a la bolsa de papel con cierta incomodidad. Y allí estábamos todos, mirándonos unos a los otros sin saber muy bien qué hacer a continuación. José me miró, tomando un trago de su botella de cerveza.
- Bueno, la idea fue tuya. ¿Qué hacemos ahora?
- Conversar — dije con mi sonrisa más inocente — ¿Qué hicieron hoy?
Un murmullo tenso corrió por la mesa y noté que realmente, a todos nos estaba llevando un considerable esfuerzo comenzar una conversación relajada. Intentamos comentarios jocosos, sintiéndonos un poco ridículos. Después, hubo una especie de torpe intento de congeniar, que nadie supo muy bien cómo manejar, a pesar que todos nos conocemos hace más de un par de años. Tal vez se debió a que una de las reglas del ejercicio era no tocar ningún tema que se estuviera conversando en las redes sociales y tratar de enfocarnos en una tertulia más íntima y cómplice. Pues bien, una hora después, nos encontramos en silencio, asombrados por la confusión que sentíamos y, sobre todo, profundamente desconcertados por nuestra incapacidad para conversar. Porque se trataba de eso: no podíamos comenzar ningún tema que no tuviera relación directa con algo que hubiésemos leído o analizado vías redes sociales o, lo que era más preocupante: sin recurrir a la pantalla de cualquier artefacto electrónico para disimular la tensión y el mal rato. Mi amigo José, que ya no le parecía tan gracioso el ejercicio, se tomó su quinta botella de cerveza, dedicando al grupo una mirada inquieta.
- ¿En qué momento ocurrió esto? — preguntó. Y no era un chiste. Gabriel sacudió la cabeza, desalentado. Unos minutos atrás, se había declarado casi con una sinceridad infantil como un adicto a la tecnología. Una especie de dependencia emocional y un poco abrumadora por esa vía alterna para escapar de lo social y la interacción más simple.
- Supongo que ya es como irremediable — opinó Pedro, quien sin mucho disimulo estiró la mano sobre la mesa y tomó el teléfono. Reviso con ansiedad la pantalla y pronto, simplemente dejó de estar, como si esa otra visión del mundo, esa conversación alternativa no solo capturara su atención, sino que la modelara en algo más. María se encogió de hombros, también con su teléfono en la mano.
- Creo que es algo más simple. No existes sin un teléfono, una tablet o una computadora — comentó — aunque quieras separarte de esa otra parte del mundo, no puedes. Recibes invitaciones, comentarios, lees las noticias. A estas alturas, la necesidad de las redes sociales no es solo un capricho social, es una necesidad cultural.
¿No es un poco exagerada esa idea?, pensé. Y, no obstante, yo misma ya acababa de perder el hilo de la conversación intercambiando mensajes con varios conocidos vía Whatsapp y riendo por unos cuantos chistes que alguien compartió en mi perfil de Twitter. Una hora después, cuando finalmente el experimento terminó, el grupo estuvo de acuerdo en que había sido una experiencia muy extraña comprobar hasta qué punto la tecnología, o mejor dicho, las comunicaciones virtuales formaban parte de nuestra vida. Un pensamiento preocupante, me dije. En realidad, no solo formaban parte de nuestra vida, eran una parte esencial y profundamente significativa de nuestra identidad.
Más tarde, sostuve una discusión vía Skype con José sobre el tema. Curiosamente, la conversación fue mucho más fluida y sustanciosa de la que sostuvimos cara a cara. Cuando se lo comenté, se encogió de hombros.
- Quizás solo se trata de una manera de asumirnos como parte de todo un nuevo ecosistema — me respondió — la red social, cualquiera de ellas, sustituye la incomodidad del primer encuentro, sustituye esa necesidad de contacto visual que fuerza la intimidad. En la red social tenemos una ilusión de control enorme, una visión totalmente nueva de las relaciones humanas. La intimidad aparente, lo que no existe pero que es tan satisfactorio — o casi — como lo real.
Una idea sugerente y también muy inquietante. Porque si la analizamos... ¿En qué se está transformando la primitiva naturaleza social del hombre? ¿Qué se asume como utilitario, sensorial o directamente verbal en una cultura donde la comunicación parece tener que atravesar toda una nueva expresión del yo o de quién somos? Lo irreal y lo real, convertidos en meras interpretaciones sociales de una idea mucho más amplia — y ambigua — sobre la comunidad global.
De la comunicación verbal a la interacción cultural: lo social como toda una nueva expresión de cultura desconocida.
No puedo disimularlo ni tampoco, supongo, ocultarlo: soy una usuaria obsesiva de Internet. La red supone no solo una herramienta de reestructuración de la manera en la que me comunico sino, además, un fragmento de la manera en la que comprendo la realidad. Desde mi adolescencia, la red ha sido la plaza donde frecuento a mis amigos y conocidos, la bandera donde enarbolo mi opinión, la biblioteca que consulto con más frecuencia. Lentamente, la red sustituyó lo social en mi vida por algo mucho más complejo y desigual que todavía me pregunto si debo agradecer. Pero, admitámoslo, tampoco podría rechazarlo: Para una persona de hábitos nocturnos e introspectivos como yo, Internet ha sido una ventana a un tipo de expresión única, donde mis pequeñas manías y tics encajan a la perfección. En muchas maneras, soy la consecuencia de esa facilidad, fluidez y anonimato de la red. Crecí en un ámbito que desdibujó los límites y los reconfiguró de una manera totalmente nueva. Soy un habitante — o así me considero — de un esquema social nuevo que promueve la participación como identidad.
Quizás, por ese motivo, necesito probar, de todas las maneras posibles, los nuevos rostros de esa propuesta de comunicación que se diversifica a una velocidad apenas asimilable. Cada día nace una nueva red social, una forma de intercambio tan novedosa que insiste en esa necesidad de fracturar las ideas en un mosaico que replantea lo inmediatamente anterior. Y es que, si algo ha descubierto la superpoblación de la red, es que existen infinitas variaciones y recombinaciones de la palabra y la imagen como herramienta de intercambio de ideas. El antiguo ‘¿quiénes somos?’ se ha transformado rápidamente en ‘¿quién seremos?’, o mejor dicho: ¿Quiénes somos ahora mismo? ¿Reflejos del lenguaje recién descubierto? ¿Una síntesis estructural de lo que nos motiva a comunicarnos? ¿Una demostración evidente de que el primitivo ego humano es indestructible?
No lo sé. A veces me lo pregunto con cierta inocencia. ¿Toda red social es una forma de vanidad? Probablemente lo sea, aunque de serlo, tampoco justifica o simboliza la definitiva importancia que esta conversación en tiempo real sin rostro tiene en la cultura contemporánea. Porque a pesar que todos deseamos mirarnos y que nos miren, lo que deseamos expresar parece formar parte de una intrincada red de planteamientos interconectados. Desde la utilidad hasta la abstracción, el arte por el arte, y el deseo de simplemente mirar el aislamiento humano de una perspectiva por completo distinta. ¿Ser escuchados (o la ilusión de serlo) es un consuelo al silencio y la soledad moderna? Una idea existencialista que aun así continúa sin brindar sentido a esa búsqueda de reconocimiento inmediato. ¿Deseamos la mirada aprobatoria? ¿La necesidad de reconocimiento? Existimos a medida que nos reconstruimos en la opinión del otro.
En el Medioevo, se interpretaba el amor — el romántico, pasional — como reconocimiento. De hecho, en los grandes poemas, el amante solo era digno de existir a través de la mirada del amado, del objeto imperecedero de sus deseos. Cabe preguntarse si en esta vuelta de tuerca del dolor humanista, esa visión refleja — existencia parcial — sea una evolución necesaria. Un elemento esencial en esa insistencia comunicacional de nuestra sociedad que insiste en mirarse a sí misma como una mezcla de elementos donde la comunicación se convierte no sólo en lo que expresamos sino en cómo lo hacemos. Una conversación única, insistente, excluyente, anodina y la mayoría de las veces insustancial, que intenta encontrar una identidad con la cual identificarse. O quizás solo mirarse como una reproducción desigual de esa ilusión de individualidad que la cultura insiste en encontrar, sin lograrlo en realidad. Una inevitable grieta entre lo que percibimos y lo que asumimos real, a través de los símbolos que nos representan sin verdadera profundidad.
Escribo todo lo anterior, mientras en mi timeline de Twitter se discute con ferocidad sobre la identidad y la provocación. En Facebook, alguien actualiza su estado para contar su dramática historia romántica, para uso y consumo de la concurrencia que deseen leerlo. En el café donde me encuentro, cada uno de los comensales consulta la pantalla de su teléfono, en ese gesto contemporáneo que se ha hecho universal: la cabeza inclinada, los hombros rígidos, la atención insistente en lo que ocurre en ese pequeño mundo intrincado que sostiene entre los dedos. Y me pregunto, parpadeando sorprendida, con la sensación de que despierto brevemente de un sueño muy profundo, quiénes somos, como hijos de la automatización y lo inmediato. A dónde nos dirigimos, ciegos y abrumados por la información que sustituye la realidad. Pero olvido el cuestionamiento muy pronto. Me inclino de nuevo a la pantalla. La realidad desaparece. Carezco de rostro.
Lo evidente que se disuelve en esa búsqueda de comprensión de lo que no existe. O quizás, ni siquiera se trate de algo tan profundo, sino una circunstancial visión de la simplicidad humana, que se muestra sin concesiones. Somos hijos de lo simple. O muy probablemente, sólo de lo superficial.