De indios, vaqueros, amigos americanos y Franco
Se puede considerar Oro vil como el primer western español como tal, con sus tramas clásicas, sus pistolas, sus duelos y sus caballos.
Octubre de 1941. Se rueda el western Oro vil, a las órdenes del jienense Eduardo García Maroto, en la madrileña Pedriza, término de Manzanares El Real. Hasta el rodaje llega un motorista de la policía para llevarse de forma inmediata al director a Madrid. El equipo teme que el realizador se haya metido en algún asunto político, ya que anteriormente había tenido encontronazos con la censura del régimen dictatorial. Pero, no. Se trataba de que Maroto debía ponerse, “por imperativo”, provisionalmente a los mandos del rodaje de Raza, la película de exaltación del ideario nacional-católico del régimen basada en el texto del propio Francisco Franco, ya que su director titular, José Luis Sáenz de Heredia, había caído gravemente enfermo. De esta forma Maroto, durante varias semanas, rueda de ocho a dos la historia de indios y vaqueros, y de tres a diez, la historia que marcaba el “ideario del buen español” desde la idea de Franco. Así estaban entonces las cosas en nuestro país.
En estos días de confinamiento por la pandemia del Covid, se está viendo más cine que nunca, de cualquier tipo y género. El western, por ejemplo, tiene una importante presencia en programaciones o plataformas. También el cine del oeste rodado en España, estos días reivindicado en las diferentes redes sociales, en artículos y en documentales. Unos rodajes que se remontan a tiempos anteriores a la eclosión del género en los años sesenta, con el rodaje de la película de Maroto. Si bien había habido coqueteos con las ambientaciones del lejano oeste en el cine mudo español, en Lilian y en 48 pesetas de taxi, se puede considerar Oro vil como el primer western español como tal, con sus tramas clásicas, sus pistolas, sus duelos y sus caballos.
La producción de Maroto con los Estudios C.E.A, Oro vil, fue una precaria forma de acercarse al lejano oeste: costó ciento cincuenta mil pesetas frente al millón seiscientas cincuenta mil de Raza. Y no fue precisamente un éxito, pero sí resultó pionera en ese maravilloso anacronismo que supone rodar historias del lejano oeste en España. De Oro vil no se conserva ninguna copia en la actualidad, aunque sí el guion y algunas fotos de rodaje, que dan una idea de cómo era la película que narra la llegada de un español a una tierra poblada de indios y donde proliferan los buscadores de oro. Debido a su precariedad, no tenía grandes cabalgadas, pero sí sus duelos, escaramuzas y peleas, en las que, por cierto, debutó en su primer papel un actor posteriormente dedicado al género, que llegará a ser íntimo amigo de Sergio Leone, Conrado San Martín.
El 16 de febrero de 1942 se estrenaba Oro vil en Madrid, en el Palacio del Cine, que ocupaba la segunda planta del Circulo de Bellas Artes, y días después en Barcelona, en los salones Capitolio y Metrópoli. No tuvo éxito ni buena crítica, quizá porque hasta aquel entonces Maroto había tratado sus historias desde una perspectiva paródica y en esta ocasión se plantea una historia seria, un western serio, su género favorito. Eso sí, deja dos ideas claras: que se podía rodar películas del oeste en España, y que, desde luego los paisajes españoles, y en este caso el de La Pedriza, eran miméticos con los paisajes americanos, algo que entonces ya supo ver Maroto.
Curioso el caso de Maroto, director, productor, guionista, operador y ocasional actor, siempre reinventándose. Fue pionero en muchas cosas, en el cine sonoro, en el western, y en el modelo del cooperativismo cinematográfico, estos días quizá más necesario que nunca, creando en 1949 la pionera Cooperativa del Cinema de Madrid, junto a nombres como Fernando Fernán Gómez y Tadeo Villalba Ruiz, padre de Tedy Villalba, y empresas como el laboratorio Madrid Film y la casa de vestuario Peris. Y fue de los primeros que organizó, junto a Villalba, el desembarco de las superproducciones americanas, que iban a rodar en España títulos como Alejandro El Magno, Orgullo y pasión, Salomón y la reina de Saba o Espartaco, esta última con Stanley Kubrick dirigiendo personalmente en las batallas a los vecinos de los pueblos de Madrid y Guadalajara, y a los soldados de reemplazo del Ejército español. Porque sí, en aquellos años los soldados del Ejército de España se podían contratar como figuración, y disfrazarles de romanos o esclavos, a diferencia del Ejército americano, que sólo podían portar sus uniformes reglamentarios. Eran los tiempos de apertura al “amigo americano”.
Sin duda Eduardo G. Maroto disfrutó de los posteriores rodajes españoles de El regreso de los siete magníficos y Villa cabalga, exponentes de su amado género western, donde participó a alto nivel de producción. Reivindico a Eduardo G. Maroto. Es muy interesante leer sus memorias, “Aventuras y desventuras del cine español”, así como el concienzudo volumen que le dedica Miguel Olid, “Eduardo García Maroto. Vida y obra de un cineasta español”, y visionar el documental “Memorias de un peliculero”.
Maroto demostró varias cosas. Que en España se podían rodar historias de indios, vaqueros y buscadores de oro, como tiempo después se demostró. Y que en el cine hay que reinventarse. Él lo hizo, y en estos tiempos que nos vienen, me temo que nosotros debemos hacerlo también.