De estornudos, males y epidemias
El vocablo epidemia fue acuñado por Hipócrates, el término original que usó fue epidēmia, que significa “visita” o “llegada a un lugar”.
El hecho de que los mortales estornudemos se lo debemos a Prometeo, uno de los titanes de la mitología griega. En cierta ocasión modeló una escultura de barro y estuvo tan orgullo del resultado que decidió darle vida. Para ello sustrajo un rayo de luz al sol y lo escondió en su tabaquera anatómica, el hueco de forma triangular que tenemos en el dorso de la mano, para que Zeus no descubriese su delito.
Tiempo después olvidó el ardid e inhaló polvo de rape de la tabaquera, lo que provocó que el rayo de sol se incrustase en su nariz y le causase el primer estornudo de la historia.
Allá por el siglo quinto antes de Cristo, Hipócrates abandonó el mytho y lo abordó desde una esfera más racional, subrayando además una posible dicotomía patológica. Por una parte podía ser ventajoso para sanar ciertas dolencias, pero en otras ocasiones –como podían ser las enfermedades respiratorias– entrañaba cierto peligro.
Algún tiempo después el filósofo Aristóteles defendió que el estornudo era de naturaleza sagrada y que procedía de la parte más importante y divina de nuestro organismo, la cabeza, aquella en la que se hospeda el alma.
Ya en la Edad Media, un periodo marcado por las plagas, el estornudo se convirtió en un síntoma aciago de enfermedad, era sinónimo de haber contraído una dolencia y, en algunos casos, presagiaba una muerte perentoria. Fue por aquel entonces cuando se puso de moda responder a un estornudo con la expresión “Jesús” o “salud”, con la que se deseaba la recuperación del infectado.
En la cultura judía la interpretación era bastante similar, y se adoptó la costumbre de tirar de las orejas al niño que estornudaba al tiempo que se prorrumpía “zum gesund” –salud– para evitar que la enfermedad fuese a mayores.
En el siglo XVII el religioso dominico Andrés Ferrer de Valdecebro, autor de El porqué de todas las cosas, subrayaba que el “pulmón purga la tos, el cerebro el estornudo, y así lo que estornudan mucho viven sanos y los que no, enfermos”. Como vemos a lo largo de la historia ha habido opiniones para todos los gustos
Regresemos a Prometeo, el personaje que no dejaba de hostigar a los dioses. La mitología nos cuenta que fue precisamente él quien robó el fuego a los habitantes del Olimpo para dárselo a los humanos. Este quebrantamiento de las normas divinas colmó la paciencia de Zeus y decidió darle un escarmiento. Para ello presentó a Epimeteo –el hermano de Prometeo– a una mujer llamada Pandora para que se desposara con ella.
Prometeo hizo lo inefable para que Epimeteo rechazase el ofrecimiento, pero todo fue infructuoso y el compromiso continuó su curso. Como regalo de bodas Zeus le obsequió con un pithos –una tinaja ovalada– con las instrucciones de no abrirla bajo ningún concepto.
Los dioses habían dotado a Pandora de una enorme curiosidad, por lo que no pudo resistirse a no abrirla para ver qué contenía, fue entonces cuando del pythos escaparon todos los males del mundo. Afortunadamente Pandora la cerró a tiempo y evitó que saliese Elpis, el espíritu de la esperanza. Desde entonces las epidemias no han abandonado a la humanidad.
Las epidemias ya no son lo que eran
El vocablo epidemia fue acuñado por Hipócrates, el término original que usó fue epidēmia, que significa “visita” o “llegada a un lugar”. Se entendía como algo que venía desde fuera a una población, en este sentido podría hablarse de “enfermedades de tránsito” que afectaban a una pólis durante un tiempo determinado.
Uno de los libros del padre de la medicina se titula precisamente Libro de las epidemias, pero no se trata de una descripción pormenorizada de enfermedades infecciosas como podría pensarse a priori, por el contrario, es un libro de “notas de viaje” o de “historias clínicas de pacientes”. Hay que tener presente que en aquel momento el médico era un viajero impenitente, que se desplazaba de una población a otra para atender a los pacientes.
Llama la atención que la palabra epidēmia no fuese traducida al latín y que el título del libro hipocrático se vertiese a la lengua romana de una forma desvirtuada como morbus popularis o vulgares –enfermedades colectivas–.
El médico heleno recomendaba en uno de los pasajes de su libro “describir el pasado, conocer el presente y predecir el futuro”. Una máxima muy oportuna para estos tiempos de incertidumbre. Es bueno, de vez en cuando, regresar a la lectura de los griegos para comprender el presente.