De agoreros y negacionistas en pandemia
El agorero cultiva la politización del cuanto peor, mejor y se recrea en el morbo de lo peor: la enfermedad y la muerte, la recesión, la crisis económica y el paro masivo.
Una de las especialidades que más se han desarrollado en tiempos de pandemia, casi tanto como la de los todólogos, para los que todo estaba claro, incluso antes de que ésta se produjera, es la de los negacionistas de lo evidente y los agoreros, como profetas de la catástrofe.
Para los unos la covid-19 es un cuento chino, aunque ahora sufran sus consecuencias, mientras que para los otros, que la mayoría de las veces son los mismos, el futuro es tan previsible y distópico como desesperanzador.
Primero fue la teoría de la conspiración al comienzo de la pandemia, ante la capacidad letal del virus y la respuesta de China. Luego vino la exigencia del cierre de fronteras frente a los países inicialmente más afectados por la pandemia como China e Italia, sin tener en cuenta para nada los criterios de los organismos internacionales como la OMS, ni tampoco la legislación europea. Más adelante, la denuncia del dogmatismo ideológico y la imprevisión, la tardanza y la incapacidad de una gestión (supuestamente criminal) de la crisis por parte del Gobierno, que según ellos nos llevó al colapso de los mercados de EPIs y de test. Pasando luego a promover mascarillas y test para todos. Poco importa su limitación y la necesidad de priorizar al personal sanitario y de servicios sociales y residencias. Profetizando también, cuando el precio se hubo regulado, el desabastecimiento. Tampoco importa que la profecía no se haya cumplido. Denunciando incluso la ocultación de las cifras y de la imagen de los feretros de los fallecidos por covid-19 y por extensión la censura de la información. Una vez más la manipulación de los fallecidos como arma politica.
Ahora, con la apertura al exterior, vuelven con la invasión de los extranjeros y la amenaza de una segunda ola epidémica, anunciando el descontrol total por los casos importados.
Estos profetas coinciden en la infalibilidad de sus valoraciones y predicciones (de hecho nunca rectifican), en la ausencia total de coherencia en el hilo de su relato, que no discurso, y también en la falta de responsabilidad con sus planteamientos. En un afán simplificador, se podrían resumir una suerte de decálogo del agorero basado en los siguientes principios:
- El agorero predice siempre los peores males o desdichas, desde la seguridad que al menos la realidad actual y sus consecuencias sanitarias y sociales son ya de por sí muy malas. Ante la crisis él siempre tiene razón y las medidas de los adversarios son siempre equivocadas, han llegado tarde o se han quedado cortas. No reconoce la evolución del conocimiento, de la ciencia ni en consecuencia de las medidas políticas consiguientes. Muy al contrario, lo consideran una muestra de incoherencia o de debilidad. Solo es ciencia si es exacta. Sin embargo, el agorero, desde la parte ancha del embudo, propone una medida y su contraria sin solución de continuidad, para así acertar siempre.
- Exige además la utilización de todas las medidas y recursos sanitarios y sociales, sin atenerse a criterios clínicos, epidemiológicos o económicos. Siempre faltará algo y eso le permite atribuir a su oponente las consecuencias negativas. Se aprovecha de la incertidumbre y el miedo generado por la pandemia para denunciar y linchar simbólicamente a los supuestos culpables, sean técnicos o políticos. En definitiva, el agorero cultiva la politización del cuanto peor mejor, y se recrea en el morbo de lo peor: la enfermedad y la muerte, la recesión, la crisis económica y el paro masivo. Pretende con ello eludir las causas complejas y los determinantes sociales de toda pandemia. Trata sobre todo de evitar los cambios necesarios, con la nostalgia de una seguridad perdida, que en realidad nunca existió. Al final, nuestro atrabiliario nunca rectifica sus exageradas y catastróficas predicciones, sino que huye continuamente hacia adelante sustituyéndolas por otras nuevas.
En política, los agoreros han protagonizado en España buena parte del discurso de oposición en esta pandemia del covid-19, cuando la realidad ya era de por sí lo bastante trágica con decenas miles de muertos, y cuando el papel del Gobierno, al menos durante el periodo de confinamiento, difícilmente podía ser más oneroso, condenado en la práctica a gestionar las malas noticias y a ser portavoz de un verdadero parte de guerra.
Cabe pensar que éste pesimismo no era el mejor papel para hacer oposición, y que por su propio interés político y electoral podría haber acentuado un perfil más positivo y propositivo, que al menos le convirtiese en una alternativa de esperanza en tiempos oscuros.
No ha sido así, y la explicación bien pudiera estar en la siempre difícil adaptación del PP a la pérdida del Gobierno, junto a la falsa expectativa de un Gobierno frágil y una legislatura corta, espoleadas ambas por la estrategia desestabilizadora de la huida hacia adelante protagonizada por la extrema derecha.
Paradójicamente es ahora, cuando la normalidad parece abrirse paso, aunque que con dificultades, brotes y confinamientos parciales, el momento en que la oposición conservadora baja el tono y se abre a posibles acuerdos de mínimos, lo que provoca una inevitable sensación de fracaso en su estrategia de confrontación anterior. Nunca es tarde. Parecía que al final de la desescalada se abriría la posibilidad de normalizar la oposición y recuperar el diálogo para la reconstrucción y con él cierto optimismo. Pero no es así, porque si bien aparecen luces en la negociación de las medidas de mínimos en la comisión parlamentaria de reconstrucción, sin embargo, no parece que por ahora las derechas vayan a abandonar el filón de la profecía y el catastrofismo, como si considerasen que les sigue siendo útil. Sin embargo, parece evidente que un pesimismo tan radical va a ser muy difícil de combinar con una etapa de avance hacia la normalidad y en un clima más favorable al diálogo.
Por eso vuelven ahora con la amenaza que según ellos supone el turismo (e implícitamente los inmigrantes y refugiados) que a partir de julio llegará a España de una quincena de países del espacio Schengen y de otros continentes, siempre con la condición acordada en la UE de una situación epidemiológica similar a la nuestra, la actitud proactiva y la reciprocidad de sus gobiernos.
De nuevo, después del repetitivo grito de ‘test para todos’ a sabiendas de la limitación de entonces, ahora viene la exigencia de test previo al vuelo para todos los pasajeros a España (y viceversa) en los aeropuertos de origen, por otra parte de más que dudosa utilidad, solo con objeto de cuestionar al alza el difícil acuerdo logrado en la Unión Europea, y de mantener la tensión crítica del relato de la ineficacia del Gobierno.
Hace tiempo que sabemos que para que la generalización de las PCR tuviesen alguna eficacia necesitaríamos una incidencia más alta o que los test formasen parte de una estrategia de control de casos y seguimiento de contactos. Como quiera que se han excluido como viajeros a aquellos provenientes de los países que tienen mayor incidencia, solo quedan los que vienen de una situación epidemiológica parecida a la nuestra. Entre estos, con una incidencia de 100 por 100.000, y con una sensibilidad y especificidad tipo, entre un total de 50.000 viajeros podría haber menos de cincuenta afectados de los que detectaríamos treinta y se nos escaparían veinte. Una propuesta que es un imposible logístico, sanitario y económico. Otra cosa es la realización de un muestreo, test selectivo o cuarentena a colectivos concretos de países o zonas de mayor riesgo.
Lo incoherente es que no hace siquiera un mes estos mismos agoreros reprochaban al Gobierno la progresiva desescalada con el argumento contrario. Al parecer los requisitos eran tan exigentes y las fases tan premiosas que impedían avanzar y con ello llevaban a la ruina al comercio, la hostelería y el turismo de las CCAA que ellos gobiernan.
Con la culminación de la reapertura, a partir de entonces han pasado, por contra, a denunciar el abadono de las CCAA a su suerte, por la falta de planes de contingencia del Gobierno y de reformas legales que sustituyeran los decretos de estado de alarma, que antes habían asegurado que ya existían.Tratan con ello de eludir cualquier responsabilidad en los inevitables brotes.
Los mismos que el el periodo previo del largo confinamiento, primero lo habían considerado inicialmente parcial y tardío en defensa del modelo de supresión de Wuhan y que luego se sumaron al rechazo ruidoso a la prórroga del estado de alarma por parte de la extrema derecha, sumándose de hecho a la inmunidad de rebaño británica con la excusa de la negación de las libertades y la deriva autoritaria del gobierno social comunista. Y del rebaño nunca más se supo.
Todo empezó y ahora termina con el enemigo exterior y el pesimismo. Precisamente cuando de la Unión Europea ya no viene el rescate ni los hombres de negro, por mucho que se esfuercen en anunciarlo, sino los créditos y el plan de reactivación sanitaria y económica que necesita Europa, y en particular economías tan golpeadas como la española.
De nuevo vuelven los agoreros de una catastrófica segunda ola de la pandemia y con la amenaza de que ésta dure y sea aún peor, como lo fue en la gripe española. Poco importa si se cumple como si no. El agorero hará una nueva profecía para que nos olvidemos del incumplimiento de todas las anteriores.
Da pena la triste dimensión a que ha quedado reducida la oposición en tiempo de pandemia. Esperemos que cambie.