Me obligaron a dar a luz al bebé de mi violador. El fin de Roe significa que más sufrirán mi infierno
"Han pasado 16 años, pero todavía puedo oírme rogándole a mi madre, a mi médico, que no me obliguen a hacer esto, por favor, no me obliguen a hacer esto".
Mi historia es una que algunos ya conocen, pero por el bien de aquellos que tal vez no, y en vista de que el Tribunal Supremo ha anulado Roe vs Wade, se resume mejor en estas tres frases: fui violada cuando tenía 17 años. Me obligaron a dar a luz a un bebé cuando tenía 18. Mi bebé murió cuando yo tenía 19.
Escribí mi primer ensayo para HuffPost en 2019 sobre mi violación por un amigo de confianza y cómo condujo al nacimiento de mi hija, Zoe. Detallé las consecuencias de que me negaran un aborto después de descubrir que el bebé tenía un defecto fatal del tubo neural llamado hidranencefalia, y cómo esto significaba que me vi obligada a dar a luz y luego a pasar un año viéndola morir lentamente frente a mí.
En ese momento, el entonces presidente Donald Trump había estado difundiendo información errónea sobre atención para bebés nacidos con anomalías fetales letales y atención del aborto. Como una persona a la que se le había negado esto último y que luchaba por brindar cuidados paliativos que pudieran aliviar los síntomas del rápido deterioro de la calidad de vida de mi hija, quería brindar una perspectiva auténtica sobre cómo estas decisiones son tan profundamente personales como las circunstancias que las provocan.
Escribí otro artículo para el HuffPost tres meses después, cuando Alabama aprobó la HB 314, una prohibición del aborto de seis semanas sin excepciones por violación e incesto. En ese texto, condené las políticas que reducen nuestros cuerpos a pedazos de retórica e ignoran nuestras experiencias reales.
Estos artículos se compartieron a través de los medios y dieron como resultado que me entrevistaran en varios programas, tanto a nivel nacional como internacional. Nunca me he arrepentido, ni siquiera cuando mi historia comenzó a circular en mi comunidad local del sur de Alabama, y excompañeros de escuela, amigos e incluso familiares recurrieron a las redes sociales con comentarios despectivos e invalidaciones.
Siempre he luchado por afirmarme. Trato de predecir lo que la gente quiere de mí para evitar cualquier confrontación, pero aquí encontré que la hostilidad me resbalaba. Supongo que es un lado positivo bastante sombrío para haber vivido una de las peores cosas que le pueden pasar a una persona: cualquier cosa menos la aniquilación total es manejable.
Sin embargo, es extraño contar la historia de la vida de Zoe una y otra vez durante estos últimos años. Hubo meses enteros después de su muerte en los que ni siquiera podía pronunciar el nombre de mi hija. Evocar su recuerdo y todo lo que vino con él abriría las compuertas y lo que estuviera al otro lado se caería y me aplastaría bajo su enorme peso. Había demasiado dolor y no era capaz de contenerlo, demasiada rabia y dolor para comenzar a descubrir cómo vivir con eso.
Durante mucho tiempo, no quería hacerlo. A veces todavía no lo hago. Miro hacia mi futuro y todo el pasado permanece aferrado a mí. Me siento aquí ahora y empiezo a escribir todo esto por centésima vez, ahora a la sombra de la decisión demente y bárbara del Tribunal, y me odio un poco por tratar de darle algún propósito o significado a lo que nos pasó a mí y a Zoe. Después de todos estos años de búsqueda, todavía no he encontrado ningún contexto tan significativo que suavice la crueldad de ser despojado de la dignidad y la autonomía sexual.
Conozco la arquitectura de una vida que ha sido empañada por las consecuencias del parto forzado. Conozco la vergüenza y la indignidad de esa cama de hospital y lo que te deja después. Han pasado 16 años, pero todavía puedo escucharme rogándole a mi madre, a mi médico, que no me obliguen a hacer esto, por favor, no me obliguen a hacerlo. El parto forzado fue equivalente a la violación que experimenté; de alguna manera, la violación de este último fue más profunda.
El parto no fue fácil. Tuve preeclampsia: mi presión arterial subió a niveles peligrosamente altos. Las alarmas comenzaron a sonar a mi alrededor. Todo lo que podía hacer era quedarme allí y temblar y respirar y respirar y respirar. En un momento, una enfermera o un médico, no estoy segura de quién, me advirtió que iba a entrar en estado de shock.
Creo que mi madre preguntó qué significaba eso, qué me estaba pasando, porque escuché una explicación distante sobre convulsiones, derrames cerebrales y hemorragias. Parecía la muerte. Anhelaba la sencillez de eso, de dejar que mi vida se desvaneciera para dejar de ser una cosa que piensa y siente, que podía entender lo que me estaba pasando. Tal vez un momento de dolor y luego una gran mancha de nada. En eso, Zoe y yo éramos muy parecidas: ambos cuerpos sostenían la sombra de una vida, el corazón tartamudeaba y la sangre bombeaba, incapaces de escapar del sufrimiento que nos esperaba.
Mi cuerpo se resistía a cualquier medicamento para el dolor, incluidos los esfuerzos del anestesiólogo para administrarme una epidural. Mis piernas no tenían sensibilidad, pero en todas partes había dolor. Recuerdo la conversación con el médico antes de la inducción, con lágrimas rodando por mis mejillas y cómo dije: “No quiero sentir nada. No quiero saber”.
No era porque tuviera miedo, el dolor ya no significaba mucho para mí, pero estar encadenada a ese nacimiento a través del parto involuntario me repugnaba. Necesitaba desaparecer, estar fuera de mí misma, estar en el aire, o en el tictac del reloj, o en las grietas en el yeso. En cualquier lugar menos en la cama, con la delgada bata de hospital cubriendo mi cuerpo desnudo y los monitores y el bombeo intravenoso atados a mí.
Estaba rodeada de extraños, todos viendo lo que pasaba, un grupo de personas impotentes que miraban el asalto de una adolescente aún más impotente. Solo que esta vez el perpetrador fue mi propio cuerpo cuando el Pitocin contrajo mis músculos y me obligó a seguir un camino que nunca quise. Estaba aterrorizada, humillada, y en esos momentos, no había diferencia entre la mesa de cocina contra la que un chico me empujó y me violó y la cama del hospital donde di a luz en contra de mi voluntad.
Quiero que sepáis que nunca le he perdonado a mi cuerpo esa traición. Incluso ahora hay momentos en los que no soporto poner mis propias manos sobre mi cuerpo, lavarme o quitarme la ropa. Tengo que dormir con sujetador porque la sensación de una camiseta moviéndose contra mi pecho me recuerda demasiado a estar desnuda debajo de una bata de hospital. Aún no siento mi cuerpo como mío y odio a mi cuerpo por eso.
Sabía que la chica que entró a la sala de partos no sería la misma que se salió. Zoe nació y el tiempo comenzó a atravesar su vida, llevándose consigo a la persona que podría haber sido. Experiencias, posibilidades y el futuro por el que había trabajado: todos murieron allí en esa habitación, en esa cama.
Dejé la escuela secundaria como resultado del estrés postraumático, la maternidad no planificada y el miedo a mi abusador. Había luchado por encajar con mis compañeros, pero ahora la brecha entre nosotros era increíblemente grande. Pude acceder a la universidad local, pero justo cuando estaba reuniendo algo de determinación para vivir la depresión y la ansiedad me hacían retroceder. Estaba agotada por las frecuentes estancias en el hospital.
La incapacidad de Zoe para dormir, junto con el riesgo constante de que pudiera sufrir una convulsión fatal en cualquier momento me mantuvieron demasiado alerta para conseguir descansar de verdad. Lo pasaba mal por estar cerca de alguien, temerosa de a quién pudieran conocer. A quién podrían contarle. Ya no sabía cómo relacionarme con nadie como Dina: ella se había ido y yo era quien tomaba su lugar.
Sin embargo, todavía era un adolescente. Estaba desesperada porque la gente me mirara y viera algo digno de su tiempo. Tenía que haber cosas que eran especiales en la Dina de antes, pero había olvidado cuáles eran. Lo único que se me daba bien era tener miedo, estar insensible o necesitada.
Tenía esta rabia e impotencia por todo lo que había perdido: no solo mi personalidad, sino también cosas más pequeñas, como mi último año. Hacerme las fotos de la graduación, como lo había hecho mi hermana. Caminar por el escenario. Odiar, amar o ser indiferente a un compañero de habitación de la universidad. Quería ir a la Universidad de Troy, hacer una prueba para su conjunto vocal, ir a una fiesta y tener nuevas experiencias con gente nueva, liberarme del estricto programa de custodia de los padres divorciados.
Recuerdo tener una puerta giratoria de ambiciones: convertirme en periodista, tal vez dedicarme a la política, convertirme en embajadora, psicóloga, profesora de inglés, guionista. Estuve en el borde del precipicio del ‘convertirme en’. Estas cosas significaban algo para mí. No podía arbitrar con ninguna lógica cómo algo por lo que pasé años trabajando podría ser destruido de forma tan casual.
Nació Zoe y esas posibilidades se extinguieron. Estudiar enfermería parecía la única opción práctica. Tenía una niña a la que cuidar durante el tiempo que viviera y la mejor manera de mitigar su sufrimiento era aprender más sobre cómo tratarlo. Pero entonces Zoe murió. Entonces no tenía nada.
Dejé la universidad poco después. No podía seguir con mis clases. Dormía incluso menos que antes. Estaba desesperada por encontrar alguna vía de escape de mi realidad. Traté de mantener un trabajo, pero un par de meses después lo dejaba o faltaba a mi turno cuando no podía levantarme de la cama. Sufrí por trabajar con hombres: tenía miedo de decirles que no, tenía miedo que uno estuviera en una posición de poder sobre mí.
Me casé cuando tenía 20 años y, por supuesto, hubo amor, pero creo que él sabía que en parte era por escapar. A pesar de toda mi disfunción silenciosa, él también me amaba y se quedó a mi lado pesar de ello. Tuvimos tres hijos porque parecía la progresión natural de los acontecimientos, y me lancé a la maternidad. Me derrumbé por el dolor y los traumas no abordados y traté de olvidar que alguna vez tuve mis propios sueños. Superé el primer nacimiento de nuestra hija, cuyo cabello rojo y grandes ojos azules me recordaban mucho a Zoe, pero con nuestra segunda hija, me quebré.
Era demasiado. Demasiado apilado encima de demasiado, todo empujando hacia abajo. La presión de ser el cuidador principal, las tareas interminables, el aislamiento, las disparidades entre mi marido y yo, la falta total de algo que pudiera identificar como verdaderamente mío. El dolor y los recuerdos reprimidos se abrieron.
Me es difícil recordar gran parte de esa época. La depresión me robó la mayoría de los recuerdos del primer año de vida de nuestra segunda hija. Otra cosa más para agregar a la masa de culpa: recuerdo haber planeado cómo iba a terminar con mi vida, pero no recuerdo los primeros pasos de mi hija.
No habrá final para este duelo, nunca, es importante que lo entiendas. Es la base sobre la que se construyó todo lo demás, y es el precio que pagué para tratar de sobrevivir a ello. Mis sentimientos ya no funcionan bien. El dolor ha cambiado la forma de mi amor. Se expande de maneras que no debería. No importa cuánto trate de proteger a mis hijos: sé que, inevitablemente, mi trauma también afectará sus vidas.
Me pregunto qué pensarán mis hijas de mí cuando, de adultas, realicen la autopsia de su infancia para descubrir las razones detrás de las personas en las que se han convertido. Me pregunto si seré el antagonista de su historia, la madre, extrañamente distante y presente a la vez, o si me perdonarán y comprenderán el núcleo profundamente defectuoso y herido de una madre que lo intentó y que, a pesar de todo, las quiso ferozmente.
Lo estoy intentando, pero a veces siento que mi dolor es lo que compone los huesos de esta casa y atrapa a todos dentro de ella.
Hace unos días, mi hija pequeña iba en el asiento trasero del coche. Me preguntó: ”¿Estás fuerte, mami?”. Se preguntaba si podría o no levantar nuestro pitbull de 22 kilos para ponerlo en su regazo, pero yo pensaba en mí. En mi debilidad y mi descontento, y en cómo antes había estado llorando mientras limpiaba el maldito inodoro con lejía, escobilla y esos estúpidos guantes de goma.
Allí agachada, se me vino este pensamiento: esta soy yo ahora. Esto es mío: la orina entre los azulejos, la ropa sucia en la mesa, el asado en la olla eléctrica y el espectro de una chica a la que llevo de un lado a otro, cuyas aspiraciones todavía siento como miembros fantasmas. Soy la que nació de todos los pedazos mutilados que quedaron atrás. No importa cuánta distancia trate de poner entre ambas, sigo regresando, y ella sigue allí todas las veces, desnuda en esa cama de hospital. Justo donde la dejé. Tengo muchas ganas de dejarla en paz porque esa niña ya ha sufrido suficiente. Pero no puedo.
En cambio, tengo que estar aquí y escuchar a los expertos, jueces y políticos debatiendo la cuestión esencial de si tengo o no derecho a la privacidad y la autonomía sobre lo que sucede dentro de mi cuerpo. ¿Cómo voy a llegar a aceptar la persona en la que me he convertido como resultado de haber sido desposeído de los mismos derechos que están tratando de debatir?
Solía estar tan consumida con los otros traumas involucrados en mi experiencia que tenía miedo de ser egoísta, de pedirle a la gente que se preocupara por mi pérdida de identidad, de pedir que me devolvieran una parte. Hasta hace poco, no tenía el lenguaje ni siquiera para involucrarme en la recuperación de mi violación y la falta total de autonomía que tuve en el nacimiento resultante, dos violaciones sexuales separadas. Todavía no sé si realmente puedo transmitir la violencia del parto forzado y cómo provoca una reacción en cadena que resonará en cada fragmento de una vida.
A esos jueces del Tribunal Supremo que acaban de derogar Roe les digo: díganme cómo hacerlo, díganme cómo reconciliarme con la propiedad con este cuerpo que ha sido tomado tantas veces. ¿Querrían esto para sus propios hijos? ¿Cómo pueden dormir, sabiendo que su mano ha asignado este destino a alguien? ¿Cómo es que condenar deliberadamente a miles de familias al trauma generacional nacido del embarazo y parto forzados es un precio aceptable a pagar? No se equivoquen, está pagado con nuestra sangre.
Respóndanme. Estas no son preguntas retóricas. Soy un ser humano, con uñas y un corazón que late. Tengo experiencias y sentimientos y una realidad con limitaciones con las que debo lidiar constantemente. Estas no son cosas que simplemente se puedan regular hasta la inexistencia y esperar que esas realidades se dobleguen y encajen en algún paraíso de tontos.
Sé que la verdad infinitamente más probable es que ya saben esto y simplemente no les importa.
Me doy cuenta de que es probable que estas palabras nunca lleguen a sus destinatarios, y que soy poco más que otro trozo de carne contra una extensa agenda antiaborto anterior a mi propio nacimiento.
Quizá sea mejor que para ellos yo no sea nada. No soy una escritora o periodista famosa, no estoy ligada a ninguna empresa ni tengo ningún lobby detrás. No soy nadie de ninguna importancia en el mundo. Es por eso por lo que que los animo a leer estas palabras y considerar, por un momento, el futuro que han ejecutado tan descuidadamente al privarnos de la agencia sobre nuestra propia reproducción.
Las personas como yo constituirán un gran porcentaje de los más afectados ahora que Roe ha sido anulada. Mi falta de un currículum es testimonio suficiente de las oportunidades y posibilidades de las que me despojaron como resultado del parto y la maternidad forzadas. Somos una familia que apenas llega a fin de mes. Sólo estoy cualificada para trabajos de salario mínimo. Nos atrasamos con el pago de la casa cuando los niños enferman y tenemos que gastar dinero en copagos y medicinas. No puedo pagar un psicólogo para tratar el trastorno de estrés postraumático que me dejó el primer parto forzoso. ¿Me obligarían a otro?
Mis experiencias y lo que siento por ellas no son una cuestión de opinión. No puedes tomar mi vida y sacar conclusiones diferentes de ella, al igual que no puedes tomar el deseo de una persona de abortar un embarazo no deseado y reducir sus motivos a un inconveniente nebuloso.
Ni el lenguaje denigrante o las tácticas de miedo y subyugación les darán propiedad sobre nosotras. Para mí, son poco más que perpetradores de violencia sexual. Esto es todo lo que tengo para vosotros, no donaciones, ni poder, ni deudas pagadas a cambio de favores.
Mis palabras son lo único real que sigue siendo mío. Me niego a creer que no tienen ningún valor.
Dina Zirlott es una madre ama de casa de 34 años. Vive en Mobile, Alabama, con su esposo, tres hijas y cinco perros. En su tiempo libre, le gusta hornear y decorar pasteles con un grado de experiencia y gusto muy cuestionable.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición estadounidense del HuffPost y ha sido traducido del inglés.