Cuerda para rato
Ambos finales seguirán siendo hermosos cuando ya las cabras se hayan comido los últimos rollos de celuloide del mundo.
Vino a mi restaurante en algunas ocasiones, sin llegar a ser un habitual. Me hubiera gustado compartir más ratos de sobremesa con él, pero los muchos (y benditos) comensales y algún que otro barullo en la cocina me dejaron nada más que un rimero de frases entrecortadas y sonrisas bonachonas.
Dicen que tenía genio, mucho y malo, cuando las cosas se torcían durante un rodaje, pero que su equipo ya sabía que a los pocos minutos se acercaría a ellos con el rostro enrojecido y la mirada limpia para pedir disculpas por el arranque, siempre indebido, siempre justificado por la presión de los plazos y los presupuestos.
Eso sí, reservó toda su paciencia para los niños de Ayna, el pueblo albaceteño donde, sin saberlo, se cocinó al fuego lento de los focos una de las leyendas más hermosas que hemos podido disfrutar.
Hoy, el niño deprimío es el alcalde del pueblo, y reivindica su papel, y el de todos los vecinos contingentes, en aquel milagro que, en el momento de su estreno le costó un disgusto de órdago: la crítica se ensañó con él con una furia que no merecieron ni los bodrios de Rambo.
Todos los que nos enamoramos, en aquel 1989, de Fedra Lorente o de Pastora Vega, quisimos trasegar aguardiente con Saza, Cassen, Aleixandre, Alonso o Ciges, hablar de Dostoievsky con María Isbert y María Elena Flores, y que nos hubiéramos marchado con Gamero a ser hombres de acción, nos acobardamos y preferimos ocultar aquel amor sobrevenido.
Pero el empecinamiento de algún programador de televisión y, sobre todo, el excepcional trabajo del mejor grupo de actores que jamás se haya reunido (en cualquier país), lograron la vindicación del bueno de José Luis y de todos sus entregados amantes.
Me confesaba que no llegaba a entender el pasmo que sus personajes habían provocado en el público, que él se había limitado a condensar en dos días y unos pocos paisanos lo que se había encontrado en años de patear los pueblos de las sierras albaceteñas y conquenses.
-Y por ahí abundan los guardia civiles que leen a Faulkner -le espeté con una miaja de cachondeo.
-No -me respondió- pero a más de un párroco le he tenido que aguantar la charla sobre Vives, y no ha faltado el alcalde redicho que aprovechaba la invitación a un chato para endilgarme su conferencia sobre poesía modernista.
A propósito de vino y del carácter de ciertos lugareños, tuvo a bien contarme la siguiente anécdota, que hubiera encantado a García Márquez, por lo que tiene de realidad y magia: cuando quiso entrar en el negocio de la viticultura, ya en su edad tardía, fue a parar a cierto pazo en el que un gallego hosco elaboraba un tinto de primera. Cuerda alabó sus caldos y le dijo, por aquello de caer en gracia, que no se podía poner precio a la historia, y que le constaba que en siglos pasados habían acudido a comprar barriles de aquella bodega desde la misma Roma.
-¡Desde Roma, dice! ¡Y hasta de Santiago han venido, carallo!
Un par de años antes nos había entregado un concierto de magia, de humor fresco y de ternura sin glaseado, a partir de una novela, sobrevalorada para mi gusto, de la que José Luis supo extraer el mejor tuétano, dejando para otros la monserga meliflua de los vencedores. El bosque animado fue una más de las muchas lecciones acerca de dejar ser, no solo a los actores, sino a la cámara y a la luz, que Cuerda nos ha regalado.
El ansia por fumar de Landa, la melancolía macabra de Rellán (Tabaco no llevo, y es raro, porque yo fumaba), la sensualidad tranquila de Alejandra Greppi o la pierna gruñona de Tito Valverde (inmensos todos ellos, y todos los demás, en cada momento), merecen el mismo estatus que las mozas comunales (turgentes ya lo son) y los exiliados que huelen bien.
Al final del film, el pobre bandido Fendetestas (al menos se ha fumado un puro) se adentra en el bosque seguido por las almas en pena que no le dejan en paz por más que se lo ruegue. Al maestro rural Fernán Gómez serán sus vecinos los que le acosen, armados de piedras y miedo, de insultos falsarios y de esperanzas rotas. Es difícil contener la lágrima de lo injusto y la de la melancolía, y ni siquiera podemos echar la culpa al humo, que ya ni picadura gastamos .
Ambos finales seguirán siendo hermosos cuando ya las cabras se hayan comido los últimos rollos de celuloide del mundo.
Y a ellas les gustará más el libro.
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