Cuerda para rato
Mañana, cuando me prepare el primer café, miraré por la ventana y con esa primera luz del día pensaré que está amaneciendo, lo cual no es poco.
Fue justo hace un año cuando con mi pareja y con mi hijo, que entonces tenía recién cumplidos los 17, y que poco sabía del universo que encontraría en la pantalla, disfruté del último invento de José Luis Cuerda. Su Tiempo después, que fue la historia con la que empecé cinematográficamente hablando 2019, hizo que una vez más volviera a ver como en un espejo a todo este país que ya entonces andaba en uno de esos muchos bucles que tantas veces nos han condenado a lo largo de nuestra historia. Entonces escribí que la película debería ser de visionado obligatorio en institutos y facultades, “porque se trata de una auténtica lección sobre las múltiples crisis que habitamos, sobre los conflictos entre ideales y prácticas, sobre las mentiras que nos fabricamos para sobrevivir. Una clase muy divertida y honda de teoría política e incluso de filosofía, que ya quisiera Merlí haber siquiera imaginado. Y todo ello, al más puro estilo Cuerda, contado como si fuera una disparata comedia surrealista y rural, cuando realmente nos está hablando de cosas muy serias y, muy especialmente, de quienes parece que viviéramos anestesiados en el sueño urbano -e ilusamente eterno- del progreso”.
Y es que José Luis Cuerda, que es de esos tipos geniales que la cultura alumbra muy de tarde en tarde, siempre tuvo la capacidad de hacer de su cine un espacio en el que mirar nuestras miserias y flaquezas, y hacerlo con humor, con ese disparatado sentido del humor que es el que nos permite sobrevivir a tanto naufragio. Su Amanece que no es poco, que es sin duda la más redonda y brutal mirada sobre las ficciones que nos hemos creado para tratar de ser felices, incluidos los sistemas imperfectos que calificamos como democráticos, contiene la más completa disección de todo lo que somos capaces de hacer y deshacer, de las debilidades más brutalmente humanas que nos corroen y de las maravillosas solidaridades que hacen que nos convirtamos, aunque solo sea fugazmente, en seres capaces de responder al espíritu de humanidad que con tanta soltura traicionamos. Yo, que me dedico a enseñar Derecho Constitucional, y que cuestiono permanentemente un modelo que cada vez se agrieta más y parece condenado a no salir del círculo vicioso de las paradojas, esas que casi siempre acaban jodiendo a los más débiles, apostaría por usar esta película, que es sin duda la comedia española que más me ha hecho reír y pensar al mismo tiempo, en esas primeras clases del curso en las que hay que explicar al alumnado desubicado qué eso del Estado, de la democracia, de los poderes establecidos o de las libertades individuales. Seguramente aprenderían mucho más de la lengua afilada de Cuerda, esa que en los últimos tiempos disfrutábamos a trocitos en su cuenta de Twitter, que de los trasnochados manuales que usamos por inercia.
En estos tiempos de vetos parentales, de derecha rearmada y de fascismo que cree que la democracia es un videojuego en el que hay que cargarse al enemigo, no estaría de más reencontrarnos, además, con La lengua de las mariposas, y con el maestro Fernán Gómez, y con las injusticias de un país desmemoriado que todavía hoy no es consciente que solo desde el tiempo vivido y consciente es posible construir un presente de convivencia. Esa hermosa palabra que los iracundos hombres que ocupan tantos púlpitos convierten en un pasaporte hacia la nada. Tal vez porque, entre otras cosas, en su formación como ciudadanos les faltó mirarse en los espejos que Cuerda siempre nos ponía delante. Recuerdo el emocionante final de la película mientras que escribo estas líneas de manera apresurada, tras haber recibido la noticia de que el director de Los girasoles ciegos ya anda apareciéndose por sacristías y cuarteles, con la sensación difícil de calificar de quien parece sentirse hoy algo más huérfano en un país de comedias dirigidas a las vísceras y no la inteligencia, en el que lamentablemente la realidad –muy especialmente la política– cada vez supera más a la ficción y en el que uno va echando tanto de menos voces libres, rebeldes, combativas, pero nunca agresivas ni hirientes, como la que Cuerda alzaba cada que vez que usaba esos repartos tan plurales para, al final, hablarnos de todos y cada uno de nosotros.
Mañana, cuando bien temprano baje a la cocina de mi casa y me prepare el primer café, miraré por la ventana y con esa primera luz del día pensaré que está amaneciendo, lo cual no es poco. Pese a los virus que pelearán por salirse del aparato de radio. Y con ese café, que hace que cada mañana sea para mí como el principio de la película más hermosa que pudiera imaginar, pensaré en el triángulo perfecto que Cuerda me enseñó con su cine. Humor, amor, memoria. La suma imperfecta de un duende que, entre otras muchas cosas, me mostró el camino de cómo liberarme de dioses, jefes y catecismos. Solo así, claro está, será posible descubrir, una jornada más, que en las macetas de mi patio brotan hombres y mujeres que ríen.